49 Congreso Internacional del Americanistas (ICA)

Quito Ecuador

7-11 julio 1997

 

Loris Zanatta

Perón, la Iglesia y la reforma que no fué

Patronato nacional y conflicto con la Santa Sede en la reforma constitucional de 1949

Loris Zanatta

Universidad de Bologna

Istituto per le Scienze Religiose, Bologna

La historia de la reforma que no fué, es decir la de la supresión del Patronato en la Constitución peronista de 1949, mediante el cual el poder civil ejercía el derecho de presentación de los candidatos a obispos, es el tema de este trabajo. Y con ella, la del frágil y complejo equilibrio de la relación de la que fueron protagonistas el régimen peronista, la Iglesia argentina y la Santa Sede. En base a esta historia se pretende demostrar cómo la reforma de 1949 representó un corte en ese equilibrio y un momento que obligó a los actores involucrados a reorientar, desde entonces, sus estrategias recíprocas. En otras palabras, en la relación entre la Iglesia católica y el peronismo es posible individuar un antes y un después de la reforma constitucional de 1949. La tesis que aquí se quiere defender, con abundancia de documentación, es que el hecho que las reformas no introducían ningún cambio de estatus de la Iglesia católica, circunstancia observada por muchos autores como un signo de continuidad con el pasado, fué precisamente el que en cambio provocó ese corte y desarticuló el equilibrio alcanzado hasta entonces entre los actores protagonistas de esa relación.

Todos los autores que han estudiado estas relaciones, con exepción de los que después de caído Perón han tratado de certificar, de manera un tanto inverosímil y simplista, cierta crónica enemistad de la Iglesia en contra de su régimen, documentaron ampliamente cuanto la reforma constiucional de 1949 debió a la influencia del catolicismo. Entre los muchos che habría que citar, recordemos las observaciones de F. Mallimaci, quién después de haber analizado la personalidad de A.E. Sampay, católico integral e informante del proyecto de reforma en la asamblea constituyente, afirma que con el juramento de la nueva Carta por parte de los Obispos, nuevamente, se reafirma la estrecha relación que debe existir entre el Estado argentino y la Iglesia católica. Entre los trabajos más recientes dedicados a estudiar la relación entre la Iglesia y la política en la Argentina, algunos no reconocen particular importancia a la reforma de 1949, o han formulado hipótesis fantasiosas sobre la misma.

Otros trabajos, en cambio, entre los mejores publicados o de próxima publicación, ofrecen interpretaciones mucho más articuladas sobre el contenido de la reforma y subrayan como en ella el apogeo de la influencia de la doctrina católica en el peronismo escondiera en realidad una tensión profunda: aquella causada con la Iglesia por la tendencia del peronismo, muy acentuada en la misma Constitución, a afirmarse como doctrina nacional, base de la peronización del país. En otras palabras, la Constitución de 1949 hacía entrever el conflicto que debía madurar entre dos vocaciones igualmente nacionales e integrales, la del catolicismo y la del peronismo.

En línea general, comparto esta interpretación, y por lo tanto no pretendo de ninguna manera ponerla en tela de juicio en este trabajo. En cambio, lo que me propongo es de buscar las raíces y estudiar los mecanismos que comenzaron a producir ese conflicto y que precisamente en la reforma constitucional de 1949 se manifestaron abiertamente. En otras palabras intento analizar, más allá de todo determinismo histórico, como la tensión doctrinaria fué agudizándose hasta terminar en un conflicto entre instituciones. Como se verá, movido por este propósito he intentado estudiar paralelamente, y en su influencia recíproca, diferentes dimensiones de la relación entre el peronismo, la Iglesia argentina y la Santa Sede: la política y social, la ideológica y, de manera particular, la institucional, es decir la del estatus de la Iglesia y su relación con el Estado. El resultado del analisis nos permitió observar como el conflicto nacido en una esfera de esta relación, la institucional, comenzó a quebrar el vínculo de confianza entre la Santa Sede y el gobierno peronista. Y a su vez, el cambio intervenido en su percepción recíproca, terminó influyendo en la actitud de la Iglesia argentina y amenazando gravemente la concordia que había existido en las otras esferas de esa misma relación.

La cuestión del Patronato en perspectiva histórica y el precedente de Espa ña

Como es imaginable resulta imposible rese ñar aquí la larga historia del Patronato nacional y de su inclusión en las constituciones de los Estados latinoamericanos después de las independencias, así como el conflicto, a veces explícito a veces latente, que esto implicó siempre con la Santa Sede. Sin embargo se hacen necesarias algunas observaciones que permitan entender la naturaleza del entredicho que la reforma constitucional peronista, al conservar el Patronato, abriría con la Santa Sede.

Si bien es cierto que el Patronato nacional, ese fruto del imperialismo borbonico - para decirlo con las palabras utilizadas por mons. Montini en el medio de la crisis que se abrió al aprobarse la nueva Constitución- representó siempre en Argentina, como en otros Estados de Hispanoamérica un punto conflictivo en la relación con la Santa Sede, también lo es que los conflictos se alternaron durante más de un siglo con unos arreglos que, sin solucionar la cuestión de principio que los motivaba, permitían sin embargo una fluida relación entre el Estado y la Iglesia. La incorporación del Patronato a la Constitución argentina de 1853, por una asamblea constituyente en la que el clero estaba fuertemente representado, significó ciertamente la institucionalización del regalismo en las relaciones entre la Iglesia y el Estado, pero también es verdad que en aquella epoca de formación del Estado nacional las doctrinas regalistas tenían amplia hegemonía mientras la reacción a las mismas no estaba en cambio en condición de contrarrestarlas. Esto, por supuesto, sin que la Santa Sede renunciara jamás al principio por el cual era de su derecho soberano el nombramiento de los obispos, por lo cual el Patronato significaba una usurpación.

Sin embargo, a partir de la primera guerra mundial se produjeron importantes cambios en la percpeción del problema de parte de la Iglesia universal. Con la caída del último imperio católico, el absburgico, la Santa Sede dejó formal y definitivamente de reconocer a los Estados el privilegio de presentar los candidatos a obispos. Dicho de otra manera, en los países en los que el Patronato estaba incluído en la Constitución nacional, la Santa Sede trató de arreglar un modus vivendi cuanto más favorable al ejercicio de sus funciones, como era el caso de la Argentina, donde esta estrategia llevó a la creación de 10 nuevas diócesis en 1934, después de 24 años en que no se creaba ni una. Sin embargo, por el otro lado, ella se rehusó mucho más terminantemente que en el pasado a convalidar la inserción del Patronato en las nuevas constituciones que se aprobaran, aunque se tratara de naciones católicas. Entre otras cosas, los Estados que conservaban al Patronato en su Constitución, como era el caso de la Argentina, representaban ejemplos cada día más peligrosos para la Iglesia, pues podían ser invocados en toda negociación de parte de los demás Estados para asegurarse derechos que la Santa Sede consideraba anacrónicos y gravemente limitantes de su libertad. En cambio la estrategia de la Santa Sede se dirigió expresamente hacia una constitucionalización tanto de sus privilegios como de su autonomia institucional a través de una política de Concordatos.

Como se verá, todos estos elementos emergieron con fuerza en el entredicho surgido al conservarse el Patronato en la Constitución peronista. No solamente, sino que en la negociación que se llevó a cabo entre la Santa Sede y el gobierno peronista con respecto a este tema, este último pareció no entender la importancia vital que para el Vaticano revestía la supresión del Patronato, tanto en su relación con la Argentina como en el marco de su estrategia universal. Al mismo tiempo es posible, aunque las fuentes disponibles no permitan confirmarlo, que el gobierno peronista se inspirara en su actitud en un antecedente cuya analogía con cuanto aconteció en la Argentina es a primera vista llamativo. Con el acuerdo firmado en junio de 1941 entre el gobierno de España y la Santa Sede había efectivamente llegado a conclusión una larga negociación, durante la cual las dos potestades habían llegado más de una vez al límite de la ruptura diplomática, precisamente sobre el derecho de Patronato, reclamado por el general Franco y en principio negado por Pio XII. Y la solución habia visto de hecho retroceder a la Santa Sede frente a la decidida presión franquista, al consentir de hecho al gobierno español heredar los privilegios del antiguo Concordato de 1851 y por ende el de ejercer el Patronato, si bien Pio XII obtuvo el compromiso del gobierno a negociar un nuevo Concordato. Compromiso que, como se verá, Perón no asumió en 1949, dejando así que la crisis se agudizara aún más.

Ahora bien, si este precedente hubiese alentado al gobierno peronista, entre 1948 y 1949, a mantener una actitud rígida hacia la Santa Sede, se trató de una grave equivocación de cálculo político. Existían efectivamente enormes diferencias, desde el punto de vista vaticano, entre la España de 1941 y la Argentina de 1949. Diferencias de orden interno, ya que la república roja derrotada por Franco había representado para la Iglesia una amenaza mucho más temible que la Alianza Democratica derrotada por Perón en las elecciones de 1946. Diferencias de contexto internacional, ya que el acuerdo de 1941 se había firmado en una coyuntura en la cual parecía que el franquismo podía llegar a representar un modelo de régimen de cristiandad restaurada, confesional, organicista y decididamente anticomunista y antiliberal. Una coyuntura en la que los regímenes de fuerza, y entre ellos aquellos que hacían de la defensa de la catolicidad su bandera, parecían tener asegurada la clave del futuro. Mientras en cambio a Perón le tocaba vivir una epoca dominada, en el Occidente, por la reconstrucción democratica. Una época, entonces, en la que la prioridad vaticana era consolidar en su relación con los Estados, y con mayor razón con aquellos amigos, un marco institucional que le garantizara la mayor libertad e influencia posible, poniendola a salvo de los embates que pudieran causar en el futuro los cambios democráticos. Como si esto fuera poco, finalmente, precisamente la negociación con España había demostrado a la Santa Sede el perjuicio que comportaba para ella la sobrevivencia del Patronato en las Constituciones de algunos pocos Estados, entre los cuales se destacaba la Argentina. En efecto, en esa oportunidad los representantes diplomáticos españoles habían insistentemente aludido al caso argentino para reforzar su reivindicación del reconocimiento del derecho de Patronato al gobierno español. En consecuencia, considerados todos los factores aquí recordados, aparecía muy improbable que una reforma de la Constitución en la Argentina pudiera dejar de lado la cuestión del Patronato sin plantear un grave conflicto con la Santa Sede.

Iglesia, Estado y reforma constitucional. Algunos antecedentes

Para comprender la actitud del gobierno peronista con respecto a la Iglesia en general, y a la reforma de los artículos constitucionales sobre su relación con el Estado en particular, es necesario recordar el lugar especial ocupado por la doctrina católica entre las fuentes de identidad y de legitimación peronista, así como la importancia de la Iglesia católica en el conjunto de alianzas sobre las cuales el régimen asentaba su consenso y su poder. En la percepción de importantes corrientes del peronismo la obra realizada por el gobierno implementaba el proyecto de un nuevo orden impregnado de catolicismo social y de nacionalización de los diferentes estamentos sociales que los católicos habían perseguido durante su renacimiento de los a ñ face="Times New Roman Nor" os 30. De manera que el papel de la Iglesia no podía ser sino de colaboración en la realización de esa tarea, ya que desde el punto de vista del peronismo, y como se verá de un sector importante de la misma Iglesia, esa era también su tarea.

En los primeros tiempos del peronismo en el poder esta perspectiva general se reflejaba plenamente en las alusiones del mismo gobierno y de Perón a la Constitución de 1853. En ellas, la interpretación de su espíritu en sentido confesional se expresaba en los mismos términos, hasta con las mismas frases, que la publicistica católica venía difundiendo obsesivamente desde hacía más de una década. Véase por ejemplo el comunicado oficial emitido por el gobierno el 1° de agosto de 1946, intentando desvirtuar la denuncia realizada por el diputado radical Silvano Santander en el Congreso sobre las infiltraciones nazistas y del autoritarismo eclesial en el Ejército. En perfecto estilo nacionalcatólico, ese documento recordaba que la emancipación nacional se había dado bajo el signo de la cruz y de la espada, que San Martín y los demás próceres habían sido héroes de la cristiandad y, lo que más importa aquí, que muchos sacerdotes habían figurado entre los constituyentes. Esto, por otra parte, quedaba reflejado en el preámbulo de la Constitución, cuya interpretación coincidía con aquella sustentada incansablemente por la Iglesia: su letra y aún más su espíritu reconocían en la religión católica el fundamento ineludible de la nacionalidad. Por otra parte el mismo Perón había vertido conceptos aun más explícitos en el mismo sentido en un discurso dirigido al Congreso, como se apresuró a subrayar el p.Ludovico García de Loydi hablando en una reunión de diferentes instituciones católicas . Una vez más la argumentación de Perón derivaba del espíritu de la Constitución: era en su nombre y en el de la historia que, según el Presidente, el gobierno quería transmitir a las nuevas generaciones argentinas el alma de nuestra nacionalidad, o sea la religión católica, a travès de la instrucción religiosa en las escuelas del Estado; lo que en las palabras del p.García de Loydi equivalía a hablar de la religión católica como de la religión de la nacionalidad.

En esa época, en la que todavía no se hablaba en el debate público de una próxima reforma constitucional, la opinión mayoritaria del catolicismo argentino seguía refiriéndose a la Constitución de 1853 en términos que intentaban cada vez más instalar en el sentido común la confesionalización de su interpretación. No solamente, sino que esa confesionalización de facto de la Magna Carta respondía a un doble objetivo: por un lado renovaba la presión sobre el gobierno para que actuara consecuentemente con sus afirmaciones doctrinarias y profundizara cada vez más la implementación de un orden cristiano en la Argentina; por el otro seguía negando toda forma de legitimidad, acusándola de ser antinacional y extraña al espíritu de la Constitución, a toda agrupación social, politica o religiosa que no acatara la esencia católica de la nacionalidad. En esa perspectiva, la reinvindicación de la Constitución, que según la vulgata católica hasta le exigía a todo ciudadano la pertenencia al catolicismo, no era sino la otra cara de la campaña que, con motivo de la discusión de la ley de enseñanza religiosa, la Iglesia reactivó con tonos de cruzada contra el comunismo, la masonería, el protestantismo y el laicismo. Entre la gran cantidad de ejemplos de esta ofensiva de la Iglesia en pos de la confesionalización de la Constitución, aun mas significativas son, en esa misma epoca, las sugerencias formuladas por el arzobispado de Paraná en vista de las deliberaciones de la convención constituyente de Entre Ríos. En ese caso la elevación de la religión católica a religión oficial del Estado, servía como argumentación para presionar a los constituyentes entrerrianos, invitados a suprimir el caracter ateo de la Constitución provincial poniendola en sintonía con la nacional. En general, la expectativa eclesiástica era que el peronista iba a ser un gobierno que, por compartir los valores de fondo de la doctrina católica, se haría cargo de implementar los diferentes postulados sustentados por el catolicismo argentino, tanto en materia de aplicación de la Constitución como de reforma social. En las palabras de una importante carta pastoral publicada por mons. Buteler, obispo de Río Cuarto, a comienzos de 1947, el gobierno era llamado, Constitución en la mano, a desterrar del país toda herejía protestante y todo resabio de comunismo y laicismo, así como venía desterrando el hambre de las provincias más pobres del país.

Ya durante 1947, sin embargo, es decir durante un año de estrechas y satisfactorias relaciones entre la Iglesia y el gobierno peronista, coronadas por la aprobación de la ley de enseñanza religiosa por el Congreso, comenzaron a vislumbrarse los primeros obstáculos de carácter estructural. En otras palabras, las dos perspectivas, la de la coalición heterogénea confluida en el peronismo y la de la Iglesia, comenzaron, sin que nadie lo quisiera realmente, a entrar en contradicción. Lo que no debería sorprender demasiado, ya que en muchos sentidos ambos prometían fundarse en la doctrina católica para edificar un orden social supuestamente mas armónico. Esta superposición entre el gobierno civil y la institución eclesiastica, en efecto, imponía una problemática definición del espacio respectivo y de la autonomía de ambas potestades, problema que paradojalmente tenía solución mas sencilla en la epoca de los gobiernos llamados liberales, cuando las diferencias doctrinarias entre los mismos y la Iglesia no dejaba mucho espacio a las dudas y podía hasta favorecer, como de hecho había pasado, la formulación de un modus vivendi satisfactorio entre ambos. En cambio, con un gobierno que se proclamaba a si mismo fiel al Evangelio, y que pretendía proteger y favorecer a la Iglesia, se presentaba un nuevo tipo de problema: el apoyo a las medidas políticas y sociales del gobierno, que la Iglesia no hizo faltar en ningun momento durante sus primeros años de vida, amenazaba con arrinconar a la Iglesia en una condición de debilidad institucional, de peligrosa politización, con posibles graves consecuencias para su cohesión interna y para su autonomia.

Estas consideraciones, sobre las cuales volveremos más adelante para profundizarlas a la luz de nuevos acontecimientos, aparecerán tal vez más claras al observar los diferentes matices que comienza a presentar el debate sobre la Constitución entre 1947 y 1948. Mientras por un lado la prensa católica seguía elogiando los pronunciamientos del Presidente a favor de la estrecha relación entre el catolicismo y la nacionalidad, por el otro, ya desde 1947 el problema del Patronato, o para ser más exactos el de su concreta aplicación bajo el gobierno peronista, había comenzado a amenazar peligrosamente las relaciones entre gobierno e Iglesia a la espera de una definición.

Ejemplar, y clamoroso, fue en este sentido el entredicho que vió protagonista al ministro de la Corte Tomás D. Casares, del cual era conocida su antigua militancia católica y proximidad con el card. Copello así como su más reciente aproximación al peronismo. En junio de 1947, al votar la Corte la autorización al Presidente para que concediera el pase a la Bula Pontificia que proveía la creación del Obispado de San Nicolás, expediente éste que quedaba pendiente desde 1943, se volvían a reafirmar los derechos que corresponden al Patronato Nacional. En la misma votación, sin embargo, el ministro Casares diferenció su voto, quedando en minoría, pero tomándose la libertad de motivar su actitud en términos que, dado el perfil del personaje, provocarían cierta alarma en el gobierno. Al emitir su voto, Casares afirmó que el gobierno, habiendo expresamente pedido la creación de esa diocesis a la Santa Sede, le había al mismo tiempo reconocido el ejercicio de un derecho soberano, por lo cual no podía alegar ahora ningúna posibilidad de retención de la Bula correspondiente. De esta manera el ministro no se limitaba a cuestionar de raíz el tradicional modus vivendi en base al cual este tipo de trámite se habia vuelto poco más que una formalidad en los ultimos tiempos. Sino que, al sublevar la cuestión de principio que se escondía detrás del formalismo jurídico, o sea aquella sobre quién realmente tenía el derecho de crear diócesis o nombrar obispos, revelaba cuales eran sus propias expectativas y probablemente, más en general, las de la Iglesia argentina con respecto a las intenciones del gobierno peronista: la superación definitiva de todo resabio de regalismo en la Constitución, como era el Patronato, y la formalización de relaciones concordatarias, a las cuales Casares hizo por otra parte una explícita alusión en su voto. De hecho el episodio, que causó un gran escándalo, tuvo como resultado inmediato efectos contraproducentes para las reinvindicaciones de la Iglesia. El hecho de que un ministro católico de la Corte compartiera la posición tradicional de la Iglesia por sobre el texto de la Constitución, es decir el hecho de que Casares le negara validez al articulado constitucional sobre el Patronato condicionándola a un Concordato con la Santa Sede, por un lado causó grandes dificultades al peronismo y por el otro ofreció a la opinión pública laica y a la oposición política una inesperada oportunidad para atacar al gobierno.

Frente a acontecimientos como éste, que como se verá no era destinado a quedar aislado, el gobierno tuvo que decidir que actitud adoptar con respecto al alcance de la aplicación del Patronato. Y la decisión tomada en este caso, sugerida por el Jefe de la sección Patronato nacional y aprobada por el ministro Bramuglia, fue la de la total y explícita adhesión a la tradición constitucional argentina, abriendo la primera fisura en la confianza depositada por la Iglesia, y en particular por la Santa Sede, en la voluntad del gobierno peronista de favorecer el crecimiento y la autonomía de la institución eclesiástica. De hecho, el jefe de la sección Patronato no se limitaba a sugerir el mantenimiento de la normal procedura adoptada en el caso de los nombramientos episcopales, en base a la cual se había vuelto normal que el gobierno, quién había ejercido el derecho de proponer los nombres de los candidatos a obispos, otorgara el pase de las respectivas Bulas de nombramiento antes de recibirlas. Procedimiento, ese, que permitía formalmente a la Santa Sede de proclamarse soberana en el acto de nombrar sus Obispos. Sino que, al considerar que el caso de creación de un obispado se diferenciaba sustancialmente del acto de nombramiento de obispos, por el hecho que comportaba redibujar los limites entre las diócesis desmembradas para dejar espacio a la nueva, el funcionario gubernamental observaba que se hacía necesario que el gobierno estudiara las Bulas pontificias antes de aprobarlas. De esta manera el pase quedaba explicitamente condicionado a que los nuevos limites diocesanos correspondieran a los deseos del gobierno argentino.

¿Cómo se explica esta actitud del gobierno, cuyo efecto no podía ser sino el de abrir un conflicto de imprevisibles alcances con la Santa Sede y por ende con la misma Iglesia argentina? Claro que las explicaciones pueden ser varias, cómo la de no abrir un nuevo frente de conflicto con la oposición cuando el régimen estaba todavía en una fase de compleja consolidación. También se podría recordar que en el interior mismo del peronismo la opinión favorable a una relación preferencial con la Iglesia distaba de ser un elemento cohesivo, representando ella en el mejor de los casos una fuerza poco familiar a la cultura y tradición de su componente laburista. Otros podrían alegar, con cierta razón, que simplemente el peronismo deseaba aprovechar el Patronato para controlar la Iglesia, así a secas. Seguramente todas estas explicaciones tienen más que algo de verdad, sin embargo lo que aquí es importarte volver a subrayar es que este primer entredicho sobre el Patronato confirmaba la naturaleza estructuralmente ambivalente de la relación entre peronismo e Iglesia. El peronismo, definiendose y percibiendo a sí mismo como el movimiento que realizaba en la sociedad temporal los postulados básicos de la doctrina social católica, y además en esa sociedad de masas en la cual la Iglesia no tenía capacidad autónoma de movilizar un amplio consenso para sus objetivos, no pensaba en la Iglesia sino en términos de socio natural en la construcción de la nueva Argentina. En esta perspectiva la autonomia de la Iglesia era un problema inmotivado y por lo tanto incomprensible y el instrumento del Patronato se perfilaba como el marco institucional apropriado para asegurar ese tipo de relación entre la Iglesia y el Estado peronista. Por otra parte, para comprender en sus exactos alcances los términos de esta concepción peronista de la relación con la Iglesia, no se puede dejar de señalar como esta cultura del Patronato tenía hondas raíces en el seno mismo de la Iglesia argentina, como se verá en breve. Circunstancia, ésta, a tenerse en cuenta para evaluar la racionalidad de la actitud peronista, que de otra manera parecería expresamente orientada al conflicto.

Al mismo tiempo, coherentemente con esta percepción de su relación con la Iglesia, en lo esencial análoga a la que antes había tenido el fascismo y que todavía tenía el régimen de Franco, el peronismo no se limitó a la aplicación del Patronato en los aspectos que limitaban la libertad eclesial, sino que asumió los deberes de protección y fomento hacia la institución eclesiástica que el mismo contemplaba. En este sentido la carta reservada que el 12 de marzo de 1947 el director general de Culto Mañé envió al ministro Bramuglia es sumamente reveladora. En ella, el problema fundamental que se planteaba era el del acrecentamiento del clero nacional en pos de la difusión de los postulados de la argentinidad en todo el país por medio de la Iglesia. La consideración hecha por Mañé no solamente asumía como un axioma la perfecta coincidencia entre el concepto de argentinidad que el gobierno se proponía difundir y el apostolado realizado por la Iglesia argentina, sino que añadía a claras letras que ella representaba un factor de importancia en la lucha contra el comunismo, contra la influencia de las llamadas misiones evangélicas y para el estímulo permanente a la paz social. En consecuencia, el que la mayoría de sacerdotes que ejercían la docencia en los seminarios argentinos fuera extranjera representaba un problema nacional, y no exclusivamente eclesial. En otra palabras, se trataba de un problema político cuya solución tocaba al Estado no sólo por la propagación de la fe, sino también por la unidad tradicional de la sociedad argentina. Ahora bien, la consecuencia práctica que debía sacar el gobierno era clara: la formación del clero nacional comportaba una generosa ayuda a los Seminarios. Por su parte, las autoridades eclesiásticas manifestaron en aquella oportunidad su férreo apego a la relación preferencial con el Estado contemplada por la que hemos llamado la cultura del Patronato. No pocos Obispos, comentaba Mañé, entre ellos el card. Copello y los mons. Barrere, Esandi y Tavella, habían solicitado esa ayuda. Considerando, concluía el funcionario, que se generaliza la opinión de que corresponde al Estado, que ejerce el patronato, hacer frente a esas erogaciones, le convendría al gobierno la creación de un fondo anual destinado especialmente a subvencionar la enseñanza en los Seminarios, sin exclusión de otras partidas del presupuesto que fueran a financiar la construcción o refacción de los mismos.

En síntesis, al comenzar 1948 el equilibrio entre el peronismo, la Iglesia y la Santa Sede comenzaba a resquebrajarse. En el clima de redemocratización de la posguerra, el Vaticano no podía sino tomar en cuenta los daños causados al universalismo católico por la excesiva confianza, puesta en pasado, en aquellos regímenes políticos que se habían erigido en protectores de los fueros de la Iglesia. Por el otro lado, el peronismo parecía vivir su relación con la Iglesia según el molde del anteguerra, confiando ciegamente en que la Santa Sede actuara hacia él con la misma disponibilidad que había demostrado hacia Franco al firmar los recordados acuerdos de 1941.

El caso Benítez

Siendo la conducta de los actores de ese frágil equilibrio aquella apenas descripta, no sorprende que el episodio protagonizado por Casares no quedara aislado. Entre fines de 1947 y comienzos de 1948 otro episodio, cuyo desarrollo se produjo esta vez detrás de las espesas cortinas de la diplomacia, fué a engrosar el todavía virtual contencioso entre el gobierno argentino y la Santa Sede y tuvo sin duda el efecto de ahondar aquella primera fisura que se había producido en la confianza depositada por el Vaticano en Perón.

La tozudez con que el gobierno exigió de la Santa Sede la elevación a obispo del p.Benítez, cuyo perfil de militante e ideólogo del peronismo era público, y esto a pesar de las previas advertencias del Vaticano que tal nombramiento no sería posible, aparecería nada más que como un torpe manejo de la diplomacia o como el fruto de un cálculo politico equivocado si no hubiese vuelto a llevar a flote las diferentes perspectivas del peronismo y la Iglesia con respecto a su relación mutua. Para lograr el nombramiento del p. Benítez se interesaron directamente el presidente Perón y el ministro Bramuglia, como demuestra el hecho de que la gestión se hiciera por medio de la Secretaría de la Presidencia y sin intervención del organismo competente, que era la Dirección de Culto. Con ese fin se había encomendado una misión a Roma al Dr. Benítez de Aldama, quién muy pronto, al entrevistarse con m.Tardini en la Secretaría de Estado, pudo darse cuenta personalmente del fracaso al que estaba destinada. Es cierto que el titular de la Secretaría de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios había atribuido la decisión de negar la designación en cuestión a las autoridades de la Compañía de Jesús, a la cual pertenecía Benítez, mientras había expresado el interés especial de la Santa Sede en apoyar el pedido del gobierno argentino. Sin embargo el resultado no cambiaba y no era difícil adivinar que detrás de las fórmulas oficiales el mismo Vaticano estuviese escudándose en la condición de jesuita de Benítez para bloquear ese nombramiento. Y esto no solamente porqué su caracter politico hubiera sido demasiado evidente. Sino que, más importante todavía, el procedimiento adoptado por el gobierno rompía con la prácticas establecidas entre el Estado argentino y la Santa Sede en el caso de designaciones episcopales, que preveían conversaciones previas entre el Ministro de Relaciones Exteriores y la Nunciatura para llegar a un acuerdo antes de presentar las ternas de candidatos ante el Senado, como previsto por la Constitución. Esto fué lo que el Director de Culto hizo observar al ministro Bramuglia en un memorandum secreto del 18 de febrero de 1948, en el cual añadía: el caso que nos ocupa es más grave aún, por tratarse de un sacerdote de la Compañía de Jesús, cuyos votos lo obligan a no aceptar dignidades ni nombramientos.

Sin embargo ni siquiera estas invocaciones a la prudencia convencieron al gobierno a retirar la candidatura, que fué presentada oficialmente al Vaticano el 20 de febrero de 1948 con nota confidencial. Ahora bien, el texto del pedido oficial estaba a su vez formulado en términos que mientras prometían causar irritación en el Vaticano, revelaban al mismo tiempo claramente la concepción que el gobierno peronista tenía de su relación con la Iglesia argentina. En primer lugar, la alusión a la gran complacencia que el nombramiento de Benítez habría causado entre la multidud de fieles transmitía la impresión que el gobierno pretendía trasladar a las designaciones episcopales los criterios populistas sobre los que el mismo se legitimaba. En segundo lugar, despues de elogiar las muchas virtudes del candidato, entre las cuales descollaba el haber colaborado como ninguno en la implantación de la Enseñanza Religiosa en la Argentina, el gobierno fundamentaba su pedido en la necesidad de que Benítez pueda seguir asesorando, aún más, en la obra social cristiana en que está empeñado el gobierno. Finalmente, la explícita referencia a que su nombramiento facilitará extraordinariamente la misión, confiada al mismo Benítez por el gobierno de Perón, de recoger recursos entre el pueblo argentino y enviarlos a los países europeos necesitados o castigados por la guerra, llevaba en sí una tónica de sútil chantaje, en consideración de la grandísima importancia que la Santa Sede asignaba a ese asunto. Por todas estas razones, la negativa oficial al pedido del gobierno trasmitida por mons. Tardini el 5 de marzo de 1948, y más aún los términos en que estaba formulada, tuvieron el efecto de un balde de agua fría sobre toda ilusión de que el Vaticano le reconociera, en virtud de su proclamado socialcristianismo, el derecho a exigir una Iglesia más y más peronizada. Tardini había sido esta vez más explicito al motivar la negación vaticana y al fundamentarla en la celosa reivindicación de sus fueros: no es práctica de la Santa Sede - había escrito en su nota - conferir la dignidad episcopal a sacerdotes, aunque ellos se distingan por méritos personales, cuando no existen motivos canónicos, que justifiquen tal elevación.

Sin embargo, ni siquiera la dura negativa expresada por mons. Tardini pudo convencer al gobierno, - firme en el concepto que la política y la doctrina socialcristianas en que se basaba el movimiento peronista comportaban naturalmente la colaboración activa de la Iglesia - que la estrategia elegida en su relación con la Santa Sede estaba equivocada puesto que llevaba a un conflicto de jurisdicciones en el cual cabía esperarse del Vaticano la máxima intransigencia. Como si esto fuera poco, además, el intento peronista, consecuente con esa perspectiva, de politizar apresuradamente al Episcopado argentino, no hacía sino favorecer las suspicacias de aquellos que en el Vaticano cultivaban inquietudes tanto sobre la naturaleza de este movimiento como sobre las posibles consecuencias futuras de un eventual compromiso de la Iglesia con el mismo. En este sentido, y a la luz de los acontecimientos posteriores, nadie en el gobierno argentino supo sacar la lección necesaria de la derrota padecida con motivo de la candidatura de Benítez. Y esto a pesar de que el informe final sobre el desarrollo de esta negociación, preparado por el encargado de negocios argentino ante el Vaticano, brindara informaciones que habrían debido llevar al gobierno a una actitud más realista en los asuntos eclesiales. En el mismo, si bien el consejero Martínez Repetto descargaba la responsabilidad del fracaso exclusivamente sobre los hombros del general de los jesuitas p. Janssens salvando la actitud más disponible del Pontifice, no se ocultaban las razones de la negativa. Por un lado, ella se debía a que el otorgamiento de la dignidad episcopal parecería un premio concedido ... a su acción políticaí, desarrollada en manera particular con oportunidad del viaje a Europa de Eva Perón. Por el otro, y como consecuencia de ello, ello traería a la Compañía de Jesús el mal gravísimo de hacerla aparecer en la Argentina como peronistaí, indisponiéndola con los partidos opositores. Ahora bien, este mal resultaría inmenso al caer el Gobierno de Perón. Y a este propósito, el Consejero añadía que el Nuncio Apostólico Mons. José Fietta y algunas otras personas venidas de nuestro país han desparramado la voz en los círculos vaticanos de que el gobierno del General Perón no estaba cimentado, ni era del todo democrático, ni contaba con el apoyo de los intelectuales argentinos.

En síntesis, la actitud del Vaticano estaba gobernada en primer lugar por la preocupación de consolidarse institucionalmente en una situación caracterizada, desde hacía tiempo, por la creciente inestabilidad y más aún por la profunda división del país. Su perspectiva era de largo periodo y su prioridad la de evitar que la Iglesia quedara identificada con una de las facciones, no solo porqué su proyecto era el de edificar la nación católica, es decir el de representar a toda la nación y no solo a una parte de ella, sino también porqué semejante habría profundizado aún más las divisiones en el seno mismo de la institución eclesiástica y del movimiento católico. En este marco, la insistencia peronista en querer alistar a cualquier precio la Iglesia, aunque fuera solo una parte de ella, en la colaboración orgánica con su régimen - cuya demostración fué en aquellos mismos días la entrega de un pectoral a mons. De Carlo por la obra social realizada en su diócesis - llevaba a una maduración de los contrastes. Como es imaginable, las consecuencias de esta querelle iban a ser muy importantes en el entredicho sobre la reforma constitucional.

Estado e Iglesia en el proceso de reforma constitucional

Al pronunciar Perón en el Congreso, pocas semanas más tarde, el mensaje con el cual anunciaba por primera vez oficialmente su intención de reformar la Constitución, el momento de enfrentar de manera definitiva todos los problemas de carácter institucional que obstaculizaban el camino de las relaciones entre Iglesia y Estado tuvo finalmente fecha definida. Aquellos que habían sido problemas circunstanciales entre el gobierno y el Vaticano, en el marco de una relación muy estrecha y amistosa, se perfilaban ahora en su naturaleza estructural en vista de la redacción de la nueva ley fundamental del Estado. Colaboración política y roce institucional comenzaban a oponerse, de manera aparentemente esquizofrénica, en el norte de las relaciones entre las dos potestades.

Por un lado, de acuerdo con el clima de luna de miel que vivían gobierno peronista e Iglesia en la primera mitad de 1948 en relación a las realizaciones politicas y sociales del régimen, el diario de la Curia porteña no sólo aprobó con entusiasmo la idea formulada por Perón en el Congreso, sino que adoptó una actitud que no sería exagerado definir como militante en favor de la misma. El mensaje, fué su comentario, había sido una pieza oratoria que, como tal, rara vez habrá podido ser superada dentro de nuestro régimen politico. Totalmente condivisible - continuaba - era la adhesión manifestada por el primer mandatario a los preceptos constitucionales y lo mismo la necesidad de reformar aquellas partes de la Magna Carta que se habían vuelto caducas. En cuanto a la reelección, los conceptos expresados por Perón, que dejaban entreabierta esa posibilidad, eran juzgados como sumamente razonables. Apoyo total, finalmente, merecían aquellas partes del mensaje reservadas a los derechos económicos y sociales, a la armonización de los intereses entre el capital y el trabajo, a la justicia social, a la soberanía económica y a la necesidad de la lucha contra el comunismo en América Latina. Al día siguiente, estos conceptos asumieron una nueva y definitiva consagración al publicar el mismo diario un comentario al mismo mensaje escrito por el p.Filippo, un viejo colaborador de sus páginas pero ahora también reconocido representante del peronismo. Esta misma tónica se mantuvo por otra parte a lo largo de las semanas siguientes. Así en junio, por ejemplo, El Pueblo volvió a defender la oportunidad de reformar la Constitución y comenzó a precisar el perfil de la posición eclesiástica con respecto a los proyectos que desde las esferas oficialistas se difundían. Existía perfecto acuerdo en cuanto a la oportunidad de postergar a diez años la concesión de la ciudadanía a los inmigrantes, así come en aquella de reconocer el derecho a la representación política a los territorios nacionales. De la misma manera se reconocía que existía en el país ampilo favor para la inclusión en el nuevo texto de los derechos del trabajador. Finalmente, después de haber una vez más aprobado la posición adoptada por Perón sobre la reelección, el consenso se extendía a la proyectada reforma del sistema electoral para Presidente y senadores, cuya elección en el futuro iba a ser directa, aunque en este caso el diario católico diferenciaba en parte su posición, al oponerse a la idea de reducir el mandato de los senadores.

Por otra parte, al mismo tiempo pero en otras sedes, algunos miembros de la jerarquía eclesiástica y los más conocidos representantes católicos que militaban en el peronismo comenzaron a movilizarse para lograr que algunos temas prioritarios para la Iglesia se incluyeran en el debate sobre la nueva Constitución. Así por ejemplo mons. Guilland, arzobispo de Paraná, se dirigió el 20 de mayo de 1948 a la Dirección General de Culto pidiendo que el gobierno argentino se inspirara en el peruano, quién en 1945 había emitido un decreto que prohibía toda propaganda religiosa no católica en los lugares públicos. La libertad de culto, observaba el Prelado, no podía ser interpretaba cómo libertad de actividades proselitistas de parte de los ministros de cultos disidentes, y no cabía duda que los constituyentes de 1853 así lo habían entendido. Por otro lado Pablo Ramella, senador peronista y ex dirigente de Acción Católica, planteó el 8 de junio de 1948 la necesidad de la reforma de la legislación sobre asociaciones profesionales, que según su parecer, al establecer de hecho el sindicato único, estaba en contraste con la Constitución y con la declaración sobre los derechos del trabajador aprobada en 1947. Se trataba en este caso de un problema que venía causando tensiones entre el peronismo y las organizaciones sindicales católicas desde 1945 y ahora los católicos peronistas lo volvían a sacar a flote para intentar, conforme con la doctrina católica y con las reivindicaciones de la Iglesia, reabrir un espacio autonómo para el sindicalismo católico.

Sin embargo, mientras el debate sobre la futura Constitución crecía entre el anuncio presidencial de mayo de 1948 y la elección de constituyentes en diciembre del mismo año, la tónica de decidido apoyo al contenido político y social de la reforma no podía borrar en la Iglesia argentina la sombra creciente proyectada por las incógnitas de caracter institucional que la Constitución estaba llamada a aclarar. Ya a comienzos de junio, con oportunidad de considerar la Corte Suprema el pase de las Bulas pontificias correspondientes a los nombramientos a obispos de mons. Esorto y mons. Di Pasquo y nuevamente para la creación del obispado de San Nicolás, el nudo del Patronato volvió a plantearse con clamor. El tono polémico, y por cierto triunfalista, con que La Prensa anunció que al conceder la Corte el pase a unas Bulas reafirmó el derecho de Patronato no podía ocultar a los ojos del gobierno que, una vez más, el ministro Casares, Presidente de la Corte, había diferenciado su voto. La Constitución prevé que ninguna turbativa obstaculice la libertad de la Iglesia en su propio orden, afirmaba Casares expresando una interpretación de la Magna Carta que implícitamente le negaba todo reconocimiento al Patronato y que sin lugar a dudas reflejaba aquella de las autoridades eclesiásticas y sus expectativas con respecto a la nueva Constitución.

En este clima, tanto las expectativas cómo los temores que el proceso de reforma constitucional hacían nacer en la Iglesia argentina crecieron incesantemente planteando el problema de cómo las autoridades eclesiásticas se proponían actuar para lograr sus objetivos. A este propósito, un intercambio de cartas entre los obispados de Mercedes y Paraná en el curso de 1948 ilustra eficazmente cómo el Episcopado vivía el proceso que debía terminar en la reforma constitucional y y hecha simultaneamente luz sobre la mecánica institucional de la institución eclesiástica y su relación con el gobierno en la Argentina de aquellos años. En una carta enviada a mons. Guilland, mons. Serafini afirmaba estar esperando órdenes en cuanto a los pasos a dar en vista de la reforma y preguntaba al arzobispo de Paraná si la Comisión Permanente del Episcopado, del cual este último formaba parte, tenía previsto reunirse para considerar un plano de reforma de la Constitución. La urgencia por actuar en favor de una reforma que asentara de una vez cuestiones importantísimas se unía a un explícito optimismo sobre su éxito: que Dios quiera todo se haga bien, como es de esperar. Dos meses más tarde esta misma inquietud había ya asumido cierto matiz de ansia en otra carta de mons. Tortolo, vicario general de Mercedes, que se preguntaba porqué la Comisión Permanente no se apuraba para solicitar ortodoxia y cristianismo en la nueva Constitución, con el riesgo que se hiciera demasiado tarde para intervenir.

Sin embargo, en ambos casos las respuestas de mons. Guilland informaban que no se hizo nada: cuando preguntamos si podríamos hacer algo particularmente para que la nueva [Constitución] fuese más ortodoxa, se nos contestó que alguien se encargaría de eso ... y entonces, con esa prohibición nadie, entre los miembros del Episcopado, se ocupó del asunto en el orden nacional. En otras palabras la negociación con el gobierno sobre la nueva Constitución quedaba reservada a las más altas autoridades, es decir a los cardenales Copello y Caggiano, y al Nuncio. Aunque mons. Guilland protestara que en las provincias se había conseguido mucho, haciendo las cosas de manera diferente - como en el caso de la reforma de la Constitución materialista de Entre Ríos - en realidad la centralización de las negociaciones en el orden nacional tenía su lógica. La prohibición de que hablaba el arzobispo de Paraná dejaba adivinar la voluntad de la Santa Sede y de las más altas autoridades eclesiásticas de evitar toda presión pública de la Iglesia sobre el gobierno que pudiera provocar interferencias dañinas en la negociación. A su vez, la renuncia a toda forma de presión pública reflejaba la confianza de la Iglesia en que los resultados deseados, y entre ellos la supresión del Patronato, se lograrían con más probabilidad a través de un acuerdo entre los vértices.

Los documentos disponibles no permiten establecer sobre que base las autoridades eclesiásticas se fundaban para confiar en un éxito. Lo que es cierto es que no tenían alternativas. En ningún otro momento como durante el debate sobre la Constitución el peronismo reivindicó tan firmamente su raíz socialcristiana como fundamento doctrinario de la nueva Argentina. Dejando de lado la participación directa de muchos hombres estrechamente vinculados a la Iglesia en la formulación ideológica del vínculo entre peronismo y catolicismo, que por supuesto tiene su relevancia, hay que considerar además otro factor: la gran popularidad del peronismo le daba a esa misma doctrina un arraigo en las masas argentinas que nunca antes había tenido. Por supuesto esto comportaba una peligrosa politización del mensaje cristiano, cosa que para no pocos católicos y eclesiásticos, no necesariamente antiperonistas, era absolutamente de evitarse. En la perspectiva de la Iglesia la catolicidad y la nacionalidad, o la catolicidad y la ciudadanía, eran sinónimos. Por eso ésta no podía renunciar a proponer su doctrina cómo fundamento de toda la nación y de todos los estamentos sociales, es decir también de la oposición, o por lo menos de una parte de ella. De ahí procedía también su relación preferencial con una institución nacional y no partidista cómo era el Ejército. En síntesis el proyecto institucional de la Iglesia argentina, o sea el de recristianizar el país y limpiarlo del laicismo, tenía muchos puntos de contactos con el proyecto político y social peronista, sin embargo no podía fundirse en el mismo. Pero, si estas consideraciones ilustran la línea adonde iban a aflorar las diferencias entre el peronismo y la Iglesia, el camino que ésta última podía seguir para lograr sus objetivos en la reforma constitucional era de lo más estrecho. La oposición al peronismo no sólo no pensaba debatir sobre temas como la abolición del Patronato y el pase, sino que los agitaba, al par que la ley de enseñanza religiosa, cómo arma política contra el peronismo. En suma, por el lado de la oposición la Iglesia no tenía serias posibilidades de encontrar aliados, cómo simbólicamente iba a demostrar un pequeño pero importante detalle, prontamente revelado por la información católica: todos los constituyentes peronistas, al asumir sus funciones el 24 de enero de 1949, habían jurado por Dios y los santos evangelios, mientras los 19 miembros de la asamblea que habían elegido la fórmula laica pertenecían todos a la oposición.

Esta realidad se reflejaba fielmente en los comentarios del diario católico de la Capital, que en materias de elevada sensibiliad cómo ésta estaban inspirados por el card. Copello. En ellos el asunto del Patronato no figuraba, sino implícita y parcialmente, conforme con la estrategia de negociación confidencial adoptada y con el apoyo prestado a una hipótesis de reforma que pusiera la Constitución en sintonía con la tradición católica de la nación. En cambio, la tónica de cruzada antiliberal y anticomunista que emerge de los editoriales, así cómo la defensa de una reforma hecha por las mayorías sin que importara el concurso de las minorías a la que iba a ser la ley fundamental para todos, revelaban la confianza depositada por parte importante de la jerarquía católica en que la Constitución peronista pudiera desterrar por mucho tiempo todo resabio de liberalismo de las leyes argentinas, asumiendo así un aire acentuadamente properonista.

Sin embargo, si el proyecto de la Iglesia, en vísperas de elegirse constituyentes, seguía siendo el de recristianizar integralmente a la Argentina reformando su ley fundamental en sentido confesional, eso es a partir del Estado, entonces sus instrumentos de presión sobre el peronismo eran, por lo menos en lo inmediato, muy limitados. En un sistema politico y social fundado sobre la participación y movilización de las masas era el peronismo quién controlaba el consenso y su utilizo. Desde el punto de vista de este último, cómo ya se ha observado y cómo el mismo Perón hizo entender en su discurso del 3 de septiembre de 1948, la eliminación de todo resabio liberal de la Constitución singificaba la instrumentación, a través de su reforma, de un orden básicamente socialcristiano, donde la propriedad privada tuviera finalidad social, en el cual al conflicto de clases se sustituyera la cooperación entre las mismas, etcétera. La cuestión del Patronato, en este marco, no se ponía. No sólo porqué al abolirlo se hubiera encendido un conflicto político de dimensiones imprevisibles con la oposición y probablemente en el seno mismo del peronismo, sino que, mucho más importante, su eliminación habría privado al gobierno de un extraordinario instrumento de control sobre la cooperación que la Iglesia, desde su punto de vista, le debía por la implementación de ese orden socialcristiano. Si el problema era planteado de este modo, entonces la actitud autonomista mostrada por la Santa Sede en el caso del p.Benítez había acrecentado enormemente, en la percepción peronista, la sospecha que la Iglesia quería gozar de la situación de privilegio y éxito obtenida manteniéndose al mismo tiempo completamente libre de compromisos. En síntesis, el peronismo no tenía ninguna intención de renunciar al Patronato. Así por ejemplo el pedido confidencial formulado por el Ministerio de Relaciones Exteriores a la Dirección general de cultos, en el medio del debate sobre la reforma constitucional, de un memorandum exhaustivo sobre el sostentamiento de la Iglesia por parte del Estado bajo el régimen de Patronato, en vista de la preparación de un Atlas sobre las realizaciones del peronismo, reunía una gran cantidad de informaciones que anulaban, desde la perspectiva del gobierno, los argumentos eclesiásticos sobre su abolición. Ahora bien, el cuadro que emergía de ese memorándum era tal de privar de no poca fuerza la reivindicación de la Iglesia. La realidad que emergía en sus páginas era la de un gobierno que había favorecido a la Iglesia cómo ninguno hasta entonces: mejores sueldos y previsión social para el clero, financiación del profesorado, de 22 seminarios, 10 cabildos eclesiásticos y, en parte importante, de la facultad teológica del Arzobispado de Buenos Aires, colaboración en congresos y exposiciones católicas, y muchas otras mejorías. Todo esto en un marco institucional de racionalización y centralización de la máquina administrativa que si por un lado revelaba la intención del gobierno de ejercer cuidadosamente el control sobre el personal eclesiástico, por el otro aumentaba mucho su eficacia. La Iglesia argentina, por su parte, había ampliamente aprovechado de esa protección y los frecuentes pedidos de ayuda pública tramitados por diócesis u otras instituciones católicas a través de la Dirección de Culto demuestran cuanto este tipo de relación con el Estado, es decir la cultura del Patronato, fuera congénita en ella.

Al aproximarse la elección de constituyentes, las contradicciones en la relación entre la Iglesia y el peronismo, entre colaboración política y social por un lado y la ruta de colisión en el plano institucional por el otro, se perfilaron de manera cada vez más clara. Por un lado las autoridades eclesiásticas dieron por fin los pasos oficiales ante el gobierno para llegar a una definición sobre la reforma constitucional. A este propósito, según cuanto escribió el obispo de Bahía Blanca al de Paraná, se resolvió que el card. Caggiano presente al señor Presidente un proyecto basado sobre unos estudios realizados por los Hombres de Acción Católica de Buenos Aires y por el mismo Caggiano junto con el Dr. Casiello, dirigente de Acción Católica de Rosario. El proyecto - aclaraba mons. Esorto - se relaciona con la cuestión del Patronato (se pediría la supresión).

Sobre las ideas de Juan Casiello, hombre muy cercano al card. Caggiano y uno de los principales expertos católicos en tema de relaciones entre la Iglesia y el Estado, se volverá proximamente, pero sobre el contenido del memorándum en cuestión es necesario detenerse. En él se lamentaba expresamente el error doctrinal representado por los artículos sobre el Patronato en la Constitución vigente, cuya tónica general, por otra parte, era en términos generales de orientación católica. El Patronato, fruto del regalismo que todavía imbuía muchos constituyentes en 1853, se había superado en casi todas las constituciones del mundo, ya que era aceptado por todos que la Iglesia fuera soberana en su propria orden y nombrara sus proprios obispos. En consecuencia, la única solución recta del problema no podía ser sino la concordataria. Sobre la base de estas consideraciones la Iglesia argentina pedía expresamente la supresión de los incisos de los artículos 67 y 86 de la Constitución relacionados con el Patronato y con la autorización a la entrada en el país de las órdenes religiosas. En cambio, siendo objetivo de la Iglesia que se llagara a la formulación de un Concordato con el Estado argentino que institucionalizara definitivamente tanto su autonomía cómo sus privilegios, proponía la introducción de un nuevo artículo cuyo texto podía ser: el Estado y la Iglesia católica, siendo cada uno en su propia esfera independiente y soberano, arreglarán sus relaciones mutuas y el nombramiento de los Obispos en forma concordataria. Sobre esta base no hubiera sido difícil, en el interin, proceder a la provisión canónica de las diócesis vacantes.

Reparado ese error, la Iglesia pedía además al gobierno que quedara constitucionalizado el concepto confesional de Nación, es decir que fuera establecido que el Estado correspondía a la realidad objetiva de la nacionalidad. En esta perspectiva, según la cual la unidad religiosa del pueblo argentino era innegable y las libertades de culto y conciencia se debían considerar como necesidades sociales y de ninguna manera como principios, el articulo 2 de la Constitucion vigente era incompleto e injusto. Por lo tanto se proponía redactarlo en esos términos: la Religión Católica Apostólica Romana es la del Estado, el cual sostiene y ampara el culto. Sólo en el caso que esta fórmula encontrara demasiadas resistencias se proponía otra en alternativa, apenas un poco más matizada al expresar el mismo contenido: siendo la Religión Católica Apostólica Romana la de la mayoría de la Nación Argentina, el Estado la reconoce y sostiene y ampara el culto. Finalmente, además de estas reformas, el memorándum proponía otras de gran importancia para la Iglesia, cómo eran la inclusión en la ley fundamental de un artículo sobre la familia que rindiera imposible en el futuro toda aprobación de una ley de divorcio, y otro que constitucionalizara el contenido de la ley de enseñanza religiosa, lo que habría alejado el peligro de una eventual restauración de la enseñanza laica en el país.

En otro frente, justo en las semanas que precedieron la elección para la asamblea constituyente cobraron cierta relevancia algunos conflictos entre miembros del clero y del peronismo en diferentes puntos del país. Esos conflictos eran en si mismos de escasa significación, y hasta se podría decir que eran fisiológicos en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Además solamente en un caso se daba de manera explícita una vinculación con la reforma constitucional, mientras en los demás parecían primar cuestiones locales entre caudillos peronistas y sacerdotes que molestaban su dominio. Sin embargo, lo que aquí importa observar es como cada uno de esos conflictos, cayendo en el medio del clima determinado por la próxima definición de decisivas cuestiones de principio en la relación entre la Iglesia y el Estado, reincidió inevitablemente en las mismas. Dicho en palabras más sencillas, cada uno de esos conflictos muy limitados terminaba por llamar en causa la madre de todas las cuestiones, es decir la del Patronato, asumiendo en consecuencia una relevancia general inesperada.

El primero de ellos tuvo como protagonista el p. Dunphy, un sacerdote de procedencia irlandesa cuyas declaraciones expresamente contrarias a Perón habían causado un gran clamor durante la campaña electoral para las elecciones presidenciales de 1946. En septiembre de 1949 ese clamor se renovó prometiendo, como ya en 1946, no sólo causar dificultades al gobierno sino también a las mismas autoridades de la Iglesia, llamadas en causa por su actitud progubernamental. Además, sus declaraciones entraban directamente en el debate sobre la reforma constitucional. Esta vez el p. Dunphy comentó el discurso pronunciado por el presidente Perón en Santa Fé, ante la presencia del obispo, definiéndolo como contrario al cristianismo, por estar impregnado de odio e incitar a la desaparición de todo un bando contrario por el solo delito de pensar distinto o mejor. Su identificación con la Patria - continuaba - era abusiva, ya que la mitad del país, que por cierto no era toda formada por oligarcas y viejos políticos, se le oponía. Y finalmente, se preguntaba el p. Dunphy, ¿iba a ser éste el espíritu con que se reformaría la Constitución? Contra esta predica hay que luchar - concluía - añadiendo una consideración polémica contra las autoridades eclesiásticas argentinas, felices porqué así se combatía al comunismo. En las semanas siguientes estos mismos conceptos, formulados en manera todavía más radical, tuvieron además amplia circulación a través de un panfleto cuya autoría era casi seguramente del p. Dunphy y en el cual toda la argumentación estaba dominada por la acusación a la Iglesia argentina de apoyar al autoritarismo peronista, incluso contra la doctrina formulada por Pio XII de apoyo a los sistemas democráticos. Ahora, lo que aquí importa analizar no son los mecanismos utilizados y las fases en el proceso de solución del problema abierto por la actitud pública del p. Dunphy, en las que intervino el mismo Perón, sino el hecho que el conflicto volvía a plantear la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Efectivamente el gobierno no tardó mucho en pedir al card. Copello, en cuya jurisdicción ejercía el sacerdocio el p. Dunphy, en forma oficiosa y secreta, su remoción. La razón que apuntaba el gobierno en su pedido revelaba una vez más su concepción de la función de la Iglesia en un régimen, como el peronista, empeñado en realizar una política esencialmente católica: el Gobierno está empeñado - se leía en el mismo memorándum - en bregar por la paz interior y exterior y espera de las autoridades eclesiásticas la necesaria coincidencia. Esa coincidencia debe estar asegurada por el fondo cristiano católico de tal propósito. Sin embargo la resistencia opuesta por el card. Copello a esta actitud del gobierno no se limitó a ser puramente formal y terminó obligándolo a buscar en las leyes canónicas los instrumentos más adaptos para conseguir el mismo fin. Por otra parte, la razón de esa resistencia del card. Copello no escapó al Director Nacional de Cultos, quién se apresuró a señalarla al gobierno para que se adoptara una estrategia que la tuviera en cuenta. Esa actitud del card. Copello, se leía en un memorándum secreto enviado por el Departamento de Culto al Ministerio de Relaciones Exteriores el 3 de noviembre de 1948, tiene, a nuestro juicio, el propósito de no ceder en una cuestión de principios: el reconocimiento del Patronato Nacional.

En los mismos días, idénticos términos se plantearon en otro entredicho surgido entre el gobierno y el p. Caffaro, un sacerdote de Laprida, en la provincia de Buenos Aires. La acusación movida por el gobierno contra ese sacerdote era de actuar públicamente contra las autoridades constituídas, al haber participado en encuentros con políticos de la oposición, entre ellos el diputado Ricardo Balbín, enemigo del Gobierno. Además, el p.Caffaro era culpable de haberse negado a participar en los actos patrióticos oficiales, con la consecuencia de haber vaciado los mismos de ese contenido religioso que el gobierno exigía que tuviesen. En realidad el caso del p. Caffaro no tenía mucho que ver con cuestiones políticas nacionales, sino de manera muy limitada. Mucho más importante en ese asunto era el perfil de quién se había movilizado para lograr que se lo hechara, es decir el diputado peronista Leloir, a su vez protector del Comisionado Municipal de Laprida. Por otra parte la respuesta del mismo p. Caffaro a los cargos formulados en su contra ofrecía una imágen muy clara de la norma de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en la provincia argentina en aquellos años. En ella el sacerdote creyó necesario negar terminantemente todo compromiso con la oposición al peronismo subrayando como a uno de sus hermanos se lo considerara un loco peronista. Y no se equivocaba, ya que el Departamento de Culto se basó especialmente en su comprobada concordancia con los postulados del Gobierno para asegurar que los cargos en su contra habían sido en lo esencial levantados, lo que no impidió su traslado a otra sede. Sin embargo, y esto es lo que más importa aquí, en este caso, como en el del p. Dunphy, el gobierno pidió su remoción a mons. Caneva, el obispo bajo cuya jurisdicción se encontraba el p. Caffaro, por supuesto en forma oficiosa y secreta. Y una vez más, el intento de resistencia del Obispo local no se debió al deseo de oponerse al gobierno sino en primer lugar a la voluntad de no legitimar su intromisión en el orden eclesiástico, es decir de no reconocer su ejercicio del derecho de Patronato.

Finalmente, la cuestión de las relaciones entre gobierno e Iglesia, y con él el principio del Patronato, volvió a plantearse en aquellas semanas que precedieron la elección de constituyentes en el caso del entredicho surgido entre el p. Arturo Melo, director del diario católico de Catamarca La Unión , y el senador peronista de la misma provincia,Vicente L. Saadi. Tan es así que el gobierno envió a Catamarca a Jorge Alfredo Prado, director del Patronato nacional, en misión especial y secreta con la tarea de averiguar las condiciones de una posible solución y de comprobar la actitud del p. Melo hacia el gobierno nacional. Este asunto es muy significativo porqué ilustra como, en virtud del lugar que el peronismo le asignaba a la Iglesia en su proyecto de orden socialcristiano, la administración del Patronato, es decir el derecho a la intromisión del Estado en el gobierno interno de la Iglesia, llegara a utilizarse hasta para solucionar problemas de la interna peronista. La honda enemistad entre Saadi y Melo, en efecto, correspondía a una división entre diferentes facciones en el interior mismo del peronismo de la provincia de Catamarca. El diario La Unión , dirigido por el p. Melo y de propriedad del Obispado, no se diferenciaba entonces mucho de un boletín partidista del peronismo. El mismo Saadi, en su denuncia, acusaba al p. Melo de andar en maquinaciones para organizar el Partido Católico Perónistaí, y el obispo de Catamarca, mons. Hanlon, aseguraba que su más fiel colaborador había siempre bregado por la realización de los humanitarios y cristianos principios de justicia social proclamados por el Excmo. Señor Presidente de la Nación.

En este clima, en el cual asuntos políticos y marco institucional de la relación entre la Iglesia y el Estado se sobreponían y confligían de manera cada vez más directa, llegó por fin el día de la elección de constituyente. El 5 de diciembre de 1948, casualmente, y curiosamente, mientras en la Argentina se procedía a la votación, en Roma papa Pio XII recibía en audiencia al ministro argentino de relaciones exteriores, Juan Atilio Bramuglia, y le notificaba el expreso deseo de la Iglesia que en la nueva Constitución argentina no quedara rasgo del Patronato.

El trabajo constituyente

Al analizar la actitud asumida por la Iglesia argentina en el curso de los decisivos meses en los cuales los constituyentes trabajaron en la redacción de la Constitución peronista, la ambiguedad congénita en el tipo de relación en la que ella y el peronismo estaban involucrados emergió con fuerza. Por un lado los asuntos del Patronato y de la reforma del marco institucional de la relaciones entre la Iglesia y el Estado cobraron inevitablemente actualidad en las expresiones públicas de la Iglesia. El 12 de enero de 1949, en efecto, Perón dió a publicidad el proyecto de reforma constitucional elaborado por el peronismo. Más allá de la definición de clerico-fascista dada por el Partido comunista argentino al proyecto, éste no incluía ninguno de los cambios pedidos por la Iglesia en el articulado sobre el Patronato nacional. Al día siguiente mons. Fasolino, arzobispo de Santa Fe, publicó una importante carta pastoral que a toda luz representaba una evidente presión sobre el presidente Perón para que aceptara las reivindicaciones eclesiásticas y se adoperara para suprimir el Patronato. Esto, y ningún otro sentido, podían tener sus consideraciones acerca de la presencia en la vieja Constitución de artículos inaceptables para los verdaderos católicos y sobre la necesidad de no poner en peligro la íntima unión con la Santa Sede. Para no hablar de su decisión de dar estado público al memorándum entregado por el Episcopado al Presidente, y de su observación, solo en apariencia ingenua, que en vista de sus reiteradas profesiones de fe, Perón iba a tenerlo sin duda en cuenta para dar vida a una Constitución católica y argentina. Sin embargo, al comentar el mismo proyecto en su columna reservada a la posición oficial del diario, El Pueblo no escatimó elogios al documento, a cuya redacción por otra parte los constitucionalistas católicos habían contribuído de manera fundamental. La observación amarga que el proyecto de reforma no contemplaba ningún cambio en la relación del Estado con la Iglesia, al confirmar los principios de la Constitución liberal de 1853, quedaba aislada, como de secundaria importancia frente al entusiasmo con que se acogía un proyecto imbuído de la recta doctrina.

Esta ambiguedad se mantuvo durante todo el trabajo constituyente dejando traslucir con cierta claridad, en el clima convulsionado que acompañó sus últimas fases al comienzo de marzo 1949, las divergentes evaluaciones que la nueva ley fundamental merecía en la Iglesia argentina. Por un lado, antes de que se aprobara, tanto el peronismo intentó un último paso para convencer a la Iglesia sobre la bondad de sus propósitos, como ésta volvió a reafirmar su posición doctrinaria en tema de Patronato. Por el otro, al aprobarse la nueva Constitución, la posición expresada oficialmente por el diario de la Curia porteña fué de adhesión incondicionada a sus postulados, a pesar de que ese mismo texto iba a causar pocos días más tarde el comienzo de un conflicto de graves consecuencias con la Santa Sede.

Los pasos dados por el peronismo consistieron en el envío de una misión al Vaticano, confiada a Elena Julia Palacios, en un último intento de conquistar la confianza de Pio XII hacia la reforma constitucional. Intento que en realidad no preveía concesión alguna en tema de Patronato y que de todas maneras hubiera sido tardivo, ya que la audiencia de la señora Palacios con el Papa se realizó el 8 de marzo de 1949, es decir apenas tres días antes de que la Constitución quedara aprobada. De todas maneras la misión fué un fracaso y anunció las tempestad que se preparaba en la relación del gobierno con la Santa Sede. Frente a un Pio XII interesado en solucionar el tema del Patronato, la enviada del gobierno se limitó a un ejercicio de propaganda cuyo intento era el de asegurar al Papa sobre la sinceridad del catolicismo peronista, demostrado por la lucha del gobierno contra el comunismo, su preocupación por la familia y la enseñanza religiosa, y otras muchas medidas concretas.

En conclusión, el alcance de la misión Palacios confirmaba que a esa altura las decisiones tomadas por los constituyentes eran definitivas. Esta circunstancia pone en un marco especial la publicación, en la edición de ese mismo 8 de marzo de 1949 de El Pueblo , del ataque más directo llevado por el vocero del Episcopado contra la reforma constitucional. Escrito por Juan Casiello, el artículo lanzaba el grito de alarma frente a la concreta posibilidad que la constituyente ni siquiera tratara del estatus jurídico de la Iglesia y por lo tanto no lo reformara. En realidad, ese articulo de Casiello estaba fechado 2 de febrero 1949. Su publicación con más de un mes de atraso lo vaciaba de la carga de ruptura que hubiera tenido al publicárselo a tiempo. En cambio, su publicación cuando las decisiones ya estaban tomadas parecía responder al deseo del card. Copello de formular una protesta, a esa altura poco más que formal, sin poner en peligro ni las relaciones con el gobierno ni el contenido esencialmente católico de la Constitución en su conjunto.

Que las cosas sean interpretables así lo confirmarían los comentarios aparecidos en el mismo El Pueblo al aprobarse definitivamente la Constitución. Un instrumento felíz, se lo definía en sus páginas el 14 de marzo de 1949. En la nueva ley fundamental el diario católico veía la lógica conclusión de un proceso cuyo comienzo había sido la revolución militar del 4 de junio de 1943. Su apoyo al texto aprobado era irrestricto, abarcando tanto la inclusión de los derechos de los trabajadores, de los ancianos y de la familia como la reforma que permitiría la reelección presidencial. En cuanto al mantenimiento de los artículos sobre el Patronato, los llamados resabios liberales, El Pueblo contradecía implícitamente a Juan Casiello, al observar que la presencia del preámbulo y de otros artículos de sabor confesional lo rendían de secundaria importancia. En los días siguientes, al jurar Perón y el gobierno la nueva Constitución, los tonos de aprobación se hicieron cada vez más encendidos y no faltaron los colaboradores del diario católico que comenzaran a reivindicar, de manera amenzante, su confesionalidad. Sin embargo, el mismo día en que el Episcopado concurría a jurar la nueva Constitución, Tomás D. Casares renunciaba a su cargo de ministro de la Corte, simbolizando la fractura de confianza que se había producido en un sector importante del catolicismo.

Las evidentes ambiguedades, y hasta contradicciones, en la conducta de la Iglesia hacia el proceso de reforma constitucional, muy claras en sus últimos tramos, son tales de hacer necesaria una interpretación. Una hipótesis descartable es aquella que atribuiría esta ambiguedad a la misma Santa Sede, ya que como se verá el enojo de sus autoridades al no suprimirse el Patronato será real y duradero. Más probable es que existieran diferencias de cierta importancia entre las expectativas de la Santa Sede por un lado y de la Iglesia argentina por otro, frente a la reforma constitucional. O, para ser más exactos, que existieran algunas diferencias estratégicas en el seno mismo de la Iglesia argentina sobre cuál debía ser el fin de la negociación con el gobierno en vista de la reforma. La impresión es que existía en ella un sector, cuya perspectiva se reflejaba en la doctrina defendida por la carta pastoral de mons. Fasolino y por Juan Casiello, y por lo tanto reconducible al card. Caggiano, que se identificaba con la prioridad institucional del Vaticano. En cambio, tiene suficiente fundamento la impresión que existiera otro sector, sin duda reconducible al card. Copello, firmamente convencido que la recristianización del país, y el logro de importantes privilegios, podría también comportar el precio de cierta renuncia a la indipendencia y la necesidad de un compromiso político con el peronismo. En otras palabras, las diferencias que se daban en el interior de la Iglesia argentina con respecto al alcance de la negociación con el gobierno sobre la reforma constitucional, aunque aquí señaladas de manera un tanto esquemática, no eran reconducibles a la clásica división entre properonistas y antiperonistas en las filas del clero. Mucho más importante en ese asunto fue el entrelazamiento, en el seno de la Iglesia, entre consideraciones políticas y lógicas institucionales. Por un lado, considerando el breve plazo, no cabe la menor duda que esta división significaba un importante refuerzo para la negativa peronista de suprimir el Patronato. Por el otro, sin embargo, mirado desde una perspectiva más general el éxito obtenido por el peronismo en la cuestión del Patronato causó un quiebre en la confianza en que se basaba el equilibrio no solo de su relación con la Santa Sede, sino también con un sector de la Iglesia argentina que había abiertamente simpatizado, cuando no fervientemente apoyado, al peronismo. Este quiebre iba a causar un cambio fundamental en las relaciones entre el peronismo y la Iglesia a partir de 1949.

Perón y el roce con la Santa Sede

A los pocos días de aprobada la nueva Constitución, y justo mientras el diario católico de la Capital manifestaba su enfervorizado apoyo a la misma, el general Nicolás Accame, embajador de la Argentina ante la Santa Sede, fue convocado por la Secretaría de Estado. El presidente Perón y el ministro Bramuglia le habían dado claras instrucciones de no menear el tema del Patronato siendo muy concientes del conflicto que entrañaba. De manera que en su entrevista con m. Montini, en aquel entonces Substituto de la Secretaria de Estado, el primer argumento que se tocó fué el de la famosa Rosa de Oro que el gobierno argentino pretendía se concediera a Eva Perón, y que desde la visita al Vaticano de la primera dama en 1947 había causado tantas negociaciones y rumores. Sin embargo este tema llevaba directamente al asunto que el embajador hubiera preferido evitar, ya que la posición expresada por mons. Montini al respecto fué muy clara: la concesión de la Rosa de Oro se encontraba obstaculizada por la negativa del gobierno a escuchar los reiterados pedidos de la Santa Sede al fin que se suprimiera el Patronato de la nueva Constitución. Pedidos que habían hecho el Nuncio m. Fietta directamente al presidente Perón, el mismo Pio XII al ministro Bramuglia con oportunidad de su visita al Vaticano de diciembre de 1948, y por último una vez más el Pontifice a Julia Elena Palacios, embajadora oficiosa del gobierno argentino, recibida en audiencia privada el 8 de marzo de 1949.

La protesta de mons. Montini, además de aclarar en cierta medida los muchos misterios que aún flotan sobre la negada concesión de la Rosa de Oro a Eva Perón, nos deja entrever un primer punto de inflexión, sino de ruptura, en las relaciones preferenciales que la Santa Sede, y el cardenal Pacelli en primera persona, había edificado con la Argentina a partir del Congreso Eucaristico Internacional de 1934. Relaciones que asignaban a la Argentina una misión continental en cuanto modelo de una cristiandad joven y pujante. En este sentido, el dolor del Papa, que m. Montini habia sido encargado de transmitir al gobierno, derivado de la decepción causada a la Iglesia por su hija predilecta, la Argentina, era algo más que una expresión formal.

Pero esto no es todo. La protesta de mons. Montini, formulada ante un embajador silencioso y claramente incómodo, nos permite adelantar un paso en nuestro analisis del nudo interpretativo del conflicto. Efectivamente el Substituto, después de atribuir el instituto del Patronato a la prepotencia borbónica y lamentar como un gravísimo error su mantenimiento en las Constituciones de los Estados latinoamericanos, quiso aclarar que su vigencia no representaba en el momento actual peligro alguno para la Iglesia, ya que estaba ampliamente demostrado el caracter netamente católico de Perón y de su gobierno. Pero sí podía representarlo en el futuro, cuando podría presentarse la ocasión que un Gobierno de tendencia de izquierda, aproveche la cláusula expresada, para dotar al país de un clero político contrario al espíritu de la Iglesia. Lo que importa aquí no es tanto cuanto de sinceridad y cuanto de adulación había en estos conceptos de mons. Montini, quién por supuesto estaba interesado en dejar la puerta abierta a una solución pactada del conflicto suscitado. Lo que importa observar es que la Santa Sede había visto en la reforma constitucional de 1949 la oportunidad histórica, tal vez irrepetible, de aniquilar definitivamente todo resabio liberal y regalista en sus relaciones con los poderes públicos argentinos. Para este fin no era suficiente que el articulado sobre la propriedad, la familia, los derechos de la infancia y de la ancianidad, la protección social, etcetera, respondiera a la inspiración de la doctrina cristiana, sino que ocurría eliminar el Patronato para que la Iglesia no corriera en futuro riesgo alguno.

De todas maneras mons. Montini representaba el ala blanda, dialogante y posibilista de la Secretaría de Estado. Su misión era la de mantener abierta la posibilidad de una solución por medio de un Concordato, en un próximo futuro, y por esta razón su encuentro con el emabajador argentino terminó con la aclaración del deseo de la Santa Sede de que no se llegara a un conflicto abierto con el gobierno argentino. El papel del duro, en cambio, es decir del rígido defensor de los fueros de la Iglesia, solía ser interprertado por mons. Tardini, un poco por su temperamento personal, un poco por un evidente juego de las partes. De manera que su entrevista con el embajador Accame asumió tonos más encendidos. El Prelado no se fué por las ramas y le preguntó directamente al embajador cual era la razón por la cual se mantenía en la nueva Constitución el instituto del Patronato a pesar del pedido formulado por la Santa Sede para que fuera suprimido. Esto demostraba - según mons. Tardini - que, a pesar de su proclamado catolicismo, el gobierno argentino toleraba que se golpeara de tal manera el prestigio y la autoridad de la Iglesia. Finalmente, le comunicó la istrucción recibida directamente de Pio XII de transmitirle su amarga sorpresa, y concluyó que habiendo ya sido aprobada la Constitución, no veía que cosa se podía hacer ahora para reparar el daño hecho. Comunicación verbal seguida a los pocos días por una comunicación oficial en la que la Secretaría de Estado notificaba el pesar de Pio XII. Acta esta última que, a pesar de que mons. Montini hubiese asegurado que no era intención de la Santa Sede abrir un conflicto con el gobierno peronista, llevaba de hecho el entredicho más allá de la simple queja llegando al borde del choque diplomático. En efecto el tono de la nota vaticana aparecía especialmente duro y polémico, y más aún anunciaba un cambio inevitable en las relaciones del gobierno peronista con la Santa Sede. Esto se podía adivinar de la afirmación tajante de la nota en base a la cual la Secretaría de Estado se reserva el deber de reafirmar los derechos de la Santa Sede en materias así fundamentales para el gobierno espiritual de los fieles. En cuanto al nombramiento de los Obispos, añadía la nota, si en tal materia el Estado desea tener una cualquier limitada intervención, ella debía ser otorgada por el Papa y no establecida por el Estado con procedimiento unilateral. Y a este propósito, cómo recordaba el embajador Accame al comentar la nota, la Santa Sede había propuesto un sistema de prenotificación oficiosa de los Obispos designados, ya utilizado en otros países, que ofrecía plenas garantías al gobierno contra el nombramiento de prelados indeseados. En la nota no solo se reafirmaba claramente que los privilegios del Patronato y del pase eran anticuados y anacrónicos, y que las concepciones regalisticas eran sobrepasadas, sino que se precisaba que en el caso de la Argentina, hasta aquel momento, la Santa Sede había aceptado prescindir de las disposiciones constitucionales de la Nación para no dejar sin pastores a los numerosos católicos de aquella República. Precisación que prometía un cambio de actitud de parte de la Santa Sede.

Todo esto acontecía mientras en la Argentina se confirmaba el desfasaje existente en ese momento entre parte de la Iglesia argentina y la Santa Sede. En efecto, ese mismo 1° de abril en que la Santa Sede cuestionaba oficialmente la Constitución peronista en tema de relaciones entre el Estado y la Iglesia, en Buenos Aires El Pueblo acogía como una acertada medida, destinada a robustecer la tradicional y estrecha vinculación de la Iglesia y el Estado, la creación de la Subsecretaría de Culto, con la cual el gobierno avanzaba un paso más en la racionalización de la protección y control de la Iglesia.

En los meses siguientes los términos de la cuestión no cambiaron, de manera que el resquebrajamiento de confianza fué consolidandose y moldeando las percepciones y los comportamientos de los diferentes actores. Por un lado, el peronismo continuó actuando, y describiéndose a si mismo, como el movimiento que finalmente implantaba en la Argentina un órden coherente con el mensaje evangélico. Así por ejemplo en su mensaje del 1° de mayo, Perón afirmó una vez más que el programa de su movimiento constitía en entronizar a Dios en las conciencias, mientras los constituyentes oficialistas redactaron un artículo para la nueva Constitución de Córboba que atribuía al gobierno de la provincia el poder de sancionar leyes de educación con la finalidad principal de formar la personalidad del educando en el amor de las instituciones patrias y en los principios de la religión católica respetando la libertad de conciencia. Sin embargo, esta autoimágen del peronismo, al enfrentarse con crecientes tensiones y resistencias por parte de sectores de la Iglesia, reforzó aún más en su interior un proceso de ideologización del mensaje cristiano, que de hecho terminó totalmente absorbido, hasta borrarse, por la doctrina peronista, la única verdaderamente cristiana. Por otro lado la Santa Sede se rehusó a convalidar la afrenta representada por la conservación del Patronato en la nueva Constitución, dejando pendientes los nombramientos episcopales y la eventual creación de toda nueva diócesis. Sin embargo, ni siquiera las medidas alternativas que ella pensó utilizar para esquivar esos escollos, por ejemplo la sustitución de los Vicarios foráneos en los territorios nacionales con Vicarios apostólicos nombrados directamente por ella, obtuvieron éxito alguno. Más, se toparon una vez más con la firme decisión del gobierno de hacer respetar, también en esos casos, el derecho de Patronato.

Sobre este telón de fondo el conflicto no hizo sino sedimentar, y el surco cavado entre el gobierno peronista y la Santa Sede se hizo cada día más hondo, comenzando lentamente a incidir sobre la actitud de la Iglesia argentina. En cierta medida, esto fue percibido por fr. J.R. Prato, el fraile mercedario que revistaba como adjunto eclesiástico a la presidencia argentina, quién pudo tomar nota del desagrado con que en el Vaticano se había recibido la ausencia de toda respuesta argentina a la nota de protesta de la Santa Sede al ser recibido por mons. Tardini en el mes de julio. Sin embargo ni siquiera fr. Prato parecía evaluar la gravedad que las consecuencias del entredicho sobre el Patronato podían llegar a tener. Así en una carta enviada personalmente a Perón, tal vez movido por cierto deseo de complacer al Presidente, si bien volvía a señalar cierto resquemor en la Santa Sede por la falta de respuesta argentina a la nota vaticana de protesta, lo insertaba en un marco de extraordinaria consideración hacia Perón y su obra de parte del Vaticano. Probablemente no exageraba fr. Prato al describir el juicio positivo que en el Vaticano merecía la politica de Perón hacia la familia, la educación, contra el comunismo y la penetración del protestantismo. Y seguramente no se equivocaba informando que el card. Caggiano había colaborado mucho para que se formara ese juicio, hablando, y muy bien, de Perón y de sus sentimientos católicos. Sin embargo, lo que fr. Prato parecía no entender, y como él muchos otros, tanto en la Iglesia argentina como en las filas peronistas, era que el juicio positivo sobre el gobierno de Perón no podía anular, ni mucho menos, el efecto de ese resquemor del cual él mismo hablaba. Más bien acontecía lo contrario: las sospechas levantadas en la Santa Sede por la actitud peronista en el caso del Patronato, vital para ella, iban a socavar la confianza hacia la misma política peronista. Esto desde el momento en que la misma, al no garantizar al catolicismo la deseada instituzionalización de sus relaciones con el Estado, amenazaba acabar con la caída del peronismo. Posibilidad ésta que el gobierno, identificado como estaba con el destino de la Nación, no contemplaba, pero que la Iglesia, desde su óptica universal y su larga experiencia histórica no podía sino considerar.

De toda manera ese requemor fué suficiente para que el religioso argentino pidiera autorización para presentar escusas verbales en nombre del gobierno ante la Secretaría de Estado. Sin embargo el gobierno mantuvo una actitud intransigente y las instrucciones enviadas por el ministro Bramuglia al embajador Accame cerraron toda posibilidad de diálogo sobre el tema del Patronato: el silencio del gobierno argentino ante la nota de protesta vaticana - escribía el Ministro de Relaciones Exteriores - se debe a que la actitud de la Santa Sede en la cuestión del Patronato representa una intromisión en nuestros asuntos internos, por lo cual fr. Prato no debía presentar ninguna excusa.

Este comportamiento se debía sin ninguna duda a varios factores. En primer lugar no cabe duda de que, desde la perspectiva del peronismo, muchas veces analizada en estas páginas, la presión de la Santa Sede causaba exasperación y aparecía como una manifestación de ingratitud hacia un gobierno que había hecho todo lo posible para proteger a la Iglesia y fomentar el catolicismo. En segundo lugar se habían producido algunos hechos, entre ellos la negada concesión de la Rosa de Oro a Eva Perón y la negativa al nombramiento episcopal del p. Benítez, que habían dejado sin duda en el peronismo, y en particular en el mismo Perón, un fuerte resentimiento. Se podría además recordar una vez más, para interpretar esa actitud intransigente, la presencia en el mismo peronismo de un influyente sector extraño al catolicismo. De todos modos, es evidente que esta actitud revelaba un escaso sentido de los límites de parte del peronismo, que parecía incapaz de medir todas las consecuencias que podía comportar abrir un frente de conflicto con el Vaticano. No casualmente el mismo El Pueblo , al dar noticia del encuentro entre Perón y el card. Caggiano, a la vuelta del obispo de Rosario de Roma, informó que en él se estuvo conversando animadamente sobre esa visita. Lo que es cierto es que la animada entrevista mantenida por Perón y Caggiano no surtió ningún efecto pacificador. Así por ejemplo un proyecto de carta, preparado por la Subsecretaría de Culto para que fuera transmitida a Pio XII en nombre del gobierno argentino por mano del mismo card. Caggiano, impregnada de reafirmaciones del catolicismo peronista, es decir concebida en términos tales de intentar reconstruir la confianza quebrada en el Vaticano, no fué aprobado por el Presidente. Pero más importante todavía fué la respuesta del gobierno argentino a la nota de protesta presentada por la Santa Sede en el mes de marzo, entregada en la Secretaría de Estado el 24 de septiembre de 1949 después de una trabajosa elaboración. Tanto su contenido, en efecto, como las diferentes etapas de su redacción, no solo confirman la rígida negativa del peronismo a considerar la supresión del Patronato, sino que permiten entender mejor sus móviles. De paso ellas arrojan también un rayo de luz sobre las divergencias existentes en el gobierno peronista: en el Ministerio de Relaciones Exteriores la negociación sobre el Patronato había sido hasta entonces sustraída a toda intervención de parte de la Subsecretaría de culto, en principio el departamento más decidido a evitar todo conflicto con la Santa Sede, y asignada al Departamento de Política, cuya sordera frente a los argumentos vaticanos se mostró total. En cambio la Subsecretaría fué ahora invitada a preparar un proyecto de respuesta a la nota de protesta vaticana, mientras otro proyecto era preparado por el p. Benítez.

Ambos proyectos se caracterizaban por un evidente intento de asegurar que el entredicho ocurrido no obstaculizara en el futuro las relaciones firmes y cordiales que vinculaban al gobierno argentino con la Santa Sede. El de la Subsecretaría era más formal. Reivindicaba el fervor religioso del pueblo y del gobierno argentino, recordaba la obra realizada por el gobierno para reafirmar la tradición católica de la nación y expresaba la más firme voluntad de mantener estrechas relaciones con el Vaticano. Sin embargo, era difícil que la segunda parte de la respuesta pudiera agradar a la Secretaría de Estado vaticana. En ella se afirmaba que la Convención Constituyente había sido democráticamente elegida en libres comicios, y por lo tanto había trabajado de manera soberana e independiente sin que fuera de competencia del gobierno interferir. Ahora, nadie podía creer en el Vaticano que el presidente Perón no tuviera nada que ver con el mantenimiento del Patronato en la nueva Constitución, y mucho menos que él no hubiese tenido la posibilidad de influenciar una Convención donde sólo habían quedado los constituyentes peronistas, habiendo sido abandonada por los de la oposición.

Mucho más revelador sobre algunos importantes móviles peronista era en cambio el proyecto del p. Benítez, que finalmente sirvió, ligeramente modificado, como modelo por la nota efectivamente enviada a la Santa Sede. También el comenzaba con la reivindicación del contenido democrático de las elecciones que habían elegido constituyentes así como de la absoluta soberanía de la Convención. De ahí pasaba entonces a enumerar, según era ya tradición, los grande méritos de que el peronismo podía jactarse en relación con la Iglesia: la introducción de la justicia social conforme a las Encíclicas de los Pontífices, la ley de enseñanza religiosa, la ayuda al clero y a las instituciones católicas, las cordiales relaciones con los Obispos. Todos ejemplos del firme propósito del gobierno de colaborar con los fines sobrenaturales de la Iglesia. Finalmente el p. Benítez proponía una reflexión muy significativa, cuyo sentido parecía ser una expresa invitación a la Santa Sede a mantener una actitud realista hacia el peronismo en consideración tanto de la importancia de sus resultados como de su complejo equilibrio interno. El apoyo a la Iglesia - revelaba el p. Benítez - le había acarreado al gobierno no pocas, ni poco graves dificultades, ya que las masas obreras identificadas con el peronismo habían sido en pasado en gran parte conquistadas a las ideologias extremistas y miraban con recelo al clero. En otras palabras, el peronismo había realizado la gran tarea de insertar las masas en un movimiento inspirado en el catolicismo. Sin embargo existía el riesgo que una actitud del gobierno que apareciera como una excesiva concesión al clericalismo, como podía ser la supresión del Patronato, con todo el revuelo que habría causado en el país, causara la quiebra del sutil vínculo que se había creado entre la Iglesia y las masas a través del peronismo. Era, este, un argumento de talla, sin duda valorado por muchos también en el Vaticano. Sin embargo era exactamente el tipo de argumento que terminaba por legitimar la absorción del catolicismo en el peronismo.

Epílogo

La aguda observación del p. Benítez llamaba en causa el dilema que enfrentaba la Iglesia en su conflicto con el gobierno peronista a propósito del Patronato: el de la imposibilidad de conciliar su aspiración a la restauración de un orden cristiano integral con preservación de su independencia institucional en una época caracterizada por la participación política de las masas y el ocaso de toda hipótesis de organización teocrática del poder. La Iglesia tenía dos opciones. Si pretendía continuar a perseguir su proyecto de cristiandad restaurada, es decir de confesionalización del Estado y de la Nación, y de reducción de la sociedad a unidad en el catolicismo, negando legitimidad al pluralismo religioso, ideológico, cultural y político, entonces no le quedaba otra oportunidad, en la época de la política de masas, una vez descartado el partido católico, que confiar en un movimiento que seculizara su proyecto y actuara en su nombre. Al conseguir ese movimiento el consenso que ella no tenía los medios para lograr en un sistema político competitivo, el riesgo de terminar absorbida por el que pretendía representar sus intereses era real. Si en cambio la Iglesia elegía dar prioridad a su propia independencia institucional, se ponía entonces con urgencia el problema de salir del horizonte de la restauración de un régimen de cristiandad, replanteando su relación con el Estado y su lugar en la sociedad. Este dilema, por supuesto, no se solucionó durante el conflicto de 1949, aunque fué entonces que se planteó por primera vez en la Argentina en términos que desequilibraban, de manera irreparable, el complejo equilibrio entre el gobierno peronista, la Iglesia argentina y la Santa Sede.

Cuando, apenas un año después de aprobada la Constitución peronista, el embajador italiano Arpesani, de vuelta de Roma donde había encontrado al Papa, refirió a Perón un comentario de Pio XII que habría afirmado que al gobierno argentino lo tenemos en observación, pues tememos verlo caer en el fascismo, volvía a escucharse el eco de este dilema. Si la frase incriminada realmente correspondía al pensamiento de Pio XII, cosa que la Santa Sede desmintió, como por otra parte era natural que hiciera, habría sin duda que interpretarla sobre la base de la experiencia histórica de la Iglesia. ¿Acaso no había sido el fascismo un régimen que había protegido a la Iglesia? ¿Y la Iglesia, no había confiado mucho en él para derribar al régimen liberal en Italia? Pero al mismo tiempo el fascismo, con su vocación totalitaria, había siempre pretendido absorber las actividades y organizaciones del catolicismo en la estructura del régimen. Y al caer, ¿no había dejado un país dramáticamente dividido, con una fuerte resurgencia de las corrientes marxistas y anticlericales? Por su parte el peronismo estaba muy lejos de entender la evolución de la actitud de la Santa Sede. Así como de intuir las consecuencias que podía causar para su propro futuro la ruptura del vínculo de confianza con ella. Y por sobre todo, tal vez ensimismado en la convicción de representar un movimiento único en la historia, creador de una doctrina original y impregnado de vocación universal, pareció faltarle al peronismo el sentido de las proporciones y de sus propios límites, así como una buena dosis de pragmatismo. Circunstancia que revelaban, de manera un tanto desconcertante, las instrucciones enviadas por el Ministro de Relaciones Exteriores H.J. Paz a M. Etchecopar, embajador argentino ante la Santa Sede, al enterarse el gobierno de la famosa frase atribuída a Pio XII: de todos modos y en forma absolutamente confidencial, debo expresar al Señor Embajador, para su exclusivo conocimiento y gobierno, que el Gobierno Argentino ha resuelto, hasta tanto se aclare este episodio - que no es por cierto aislado - mantener también en observación al Vaticano.


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