DE LA AYUDA MUTUA Y DE LA ASISTENCIA COMO CATEGORIAS ANTROPOLOGICAS. UNA REVISION CONCEPTUALJosep M. Comelles |
Procesos y complejos asistenciales
III Jornadas Aragonesas de Educación para la Salud
Teruel, Septiembre de 1997
La demanda y la oferta de atención a los problemas de salud no se crea, ni se destruye, sólo se transforma. Es un fenómeno estructural y universal en cualquier sociedad hasta donde llega hoy nuestra memoria histórica y etnográfica. Todos los colectivos humanos se preocupan por las situaciones de crisis, y eso da lugar a una interpretación acerca de la etiología de las crisis y de su evolución en el tiempo, a criterios de diagnóstico y clasificación, a procesos colectivos de toma de decisiones, y al desarrollo de saberes y experiencias colectivas específicas que pueden ser transmitidas de una generación a otra.
Como las situaciones de crisis y su resolución suelen ser vistas como procesos que transcurren en el tiempo, los esfuerzos de los investigadores -médicos, sociólogos, o antropólogos- se han centrado en establecer pautas de descripción de los acontecimientos: desde la idea de curso de la enfermedad que ya encontramos en los escritos hipocráticos (ver Hipócrates de Cos 1989), hasta concepciones más globales del hecho de enfermar o de sobrellevar las crisis en las nociones de historia natural de la enfermedad, carrera moral del paciente (moral career) (Goffman 1968), health seeking process (Chrisman 1977), sickness process, o itinéraire thérapeutique (Mallart 1983, Zempléni 1982). Estas nociones tenían implicaciones y referentes teóricos y metodológicos distintos: la idea de historia natural de la enfermedad se emparenta con la de historia y curso clínico y se vincula a la teoría médica de la enfermedad, en cambio las demás aportaciones tienden a introducir un modo de contemplar la enfermedad, no a partir de su curso individual sino de su experiencia colectiva, unas veces a partir de la idea de interaccionismo o de intersubjetividad, otras a partir de los esquemas conceptuales del análisis situacional o el extended case method. Abordar la enfermedad como experiencia colectiva, como experiencia social, nace del cuestionamiento implícito o explícito del modelo de escritura clínica de la enfermedad impuesto por la hegemonía del modelo médico que la reifica para ocultar las dimensiones contextuales, culturales y sociales y subjetivas de la misma (Menéndez 1978).
La tensión entre ambas posturas, significa la existencia de actitudes distintas, por parte de los antropólogos, en relación a si la antropología de la medicina debe ser un ámbito de la antropología general, con independencia de su implicación en "lo médico", o debe ser un ámbito situado en el límite entre medicina y antropología, en el que la antropología debe definir sus objetos de estudio en relación con las necesidades de promoción de la salud. De ese debate ha surgido el espacio fundamental de discusión teórica en la antropología anglosajona.
Los desarrollos teóricos europeos y latinoamericanos en antropología de la medicina son distintos por las particularidades históricas de su desarrollo, que derivan de las especificidades del desarrollo del modelo médico, y de las problemáticas específicas relativas a la salud en sus respectivos países. El caso de España se inscribe en esa misma problemática: La antropología de la medicina española, han apostado por una revisión a fondo de la problemática de las relaciones entre medicina, magia y religión en la configuración del pluralismo asistencial en Europa del Sur y en América Latina, y en una revisión a fondo de qué significa la noción de medicina popular a través del concepto de salud /enfermedad /atención (Menéndez 1981, 1996), y de la noción operativa de proceso asistencial (Comelles, Ferrus, Andreu y París 1981), revisada posteriormente en Comelles (1985, 1986), y que proponía un desarrollo metodológico que fuese más allá del empirismo ahistórico de las nociones descriptivas manejadas por los sociólogos y los antropólogos norteamericanos.
La noción de proceso asistencial se elaboró para atender, en su momento, a la imposibilidad de discernir, a primeros de los ochenta, entre una idea de medicina popular autónoma y segregada de la práctica biomédica, y una noción de la misma que integrase la presencia, en las sociedades europeas, de la interacción secular entre la medicina hipocrático-galénica (y su sucesora la biomedicina actual), el dispositivo de protección social institucional (los hospicios y hospitales medievales y modernos), y el dispositivo institucional de la Iglesia representado por el culto a los santos sanadores, a las reliquias y al uso de los santuarios (ver Comelles, Daura, Arnau y Martin 1991). La noción de proceso asistencial remitía a un hecho universal: el que en todas las sociedades es posible distinguir prácticas de gestión de las crisis, y al hecho constatable segun el cual su observación empírica pone de manifiesto su extrema variabilidad cultural y su condición de particularismo cultural.
Es necesario distinguir el proceso asistencial, un proceso de movilización social que se desencadena ante una crisis personal y colectiva, del de complejo asistencial (local world) . El primero se compone de la aplicación de criterios de clasificación diagnóstica, de procesos colectivos de toma de decisiones respecto a criterios de intervención terapéutica o de prácticas de cuidado y uso de recursos disponibles. El segundo, hace referencia a la percepción del valor de los recursos en relación con la disponibilidad de los mismos, y que se basa en la experiencia colectica en relación a ellos.
Los procesos asistenciales son itinerarios construidos en un complejo asistencial construído a partir de los recursos intelectuales, emocionales, sociales, institucionales y culturales de los microgrupos implicados con una enfermedad. Podemos compararlos metafóricamente con las frases de un lenguaje local que se basa en el vocabulario conocido y se organiza según las reglas de una gramática local, pero comprensible en el marco de una gramática más general. A partir de los modismos locales podemos construir un diccionario local e inducir las reglas gramaticales locales, es decir el complejo asistencial. Esto significa que siempre que haya un proceso asistencial encontraremos representaciones, prácticas y experiencias subjetivas, pero no siempre encontraremos los profesionales diferenciados o las instituciones específicas que podríamos esperar encontrar, sino un conjunto mucho más amplio de recursos e instancias que dependen de las características de la red social que se moviliza en el entorno de la situación particular de crisis.
El complejo asistencial no es lo mismo que los dispositivos asistenciales. Estos corresponden a la oferta existente basada en especialistas o instituciones formales y a sus connotaciones simbólicas. Los dispositivos se situan en un plano de mediación entre las directrices maco-sociales y las micro-sociales, y son un espacio de transacción, que tiene que ver con lo social y lo político y con el control social, lo cual incluye la dimensión política inherente a lo religioso como fautor de dispositivos específicos. No debemos olvidar que los santuarios, por ejemplo, constituyen también una red de seguridad colectiva y de protección social (ver Delumeau 1989).
Son dos planos diferentes: los dispositivos corresponden a expectativas políticas, sociales o económicas y llevan aparejados significados e ideologías que, desde las instancias del poder político o corporativo, se quieren proyectar sobre la sociedad. Los procesos asistenciales, se estructuran en base a decisiones coyunturales de los microgrupos, de los particulares y giran en torno a experiencias de autoayuda, ayuda mutua o autocuidado que no necesariamente deben estar organizados en torno a las disposiciones de esos dispositivos formales, sino a partir de saberes específicos elaborados sobre la base de las experiencias previas del colectivo. A menudo son el fruto de los avatares que implican formas excepcionales de crisis, y que obligan a improvisar, a bricoler soluciones para salir adelante con independencia de las reglas y las normas. Es bien cierto que estas experiencias excepcionales se incorporan a los saberes colectivos y pueden alcanzar un papel fundamental a posteriori en la resolución de otras crisis, pero resulta entonces difícil y quizá atrevido pensar que estos tipos de experiencias puedan dar lugar a un dispositivo formalizado, precisamente porque su aleatoriedad y su condición idiosincrásica representan mucho más el desarrollo de la capacidad de bricoler en el futuro, que la de asentar unos conocimientos normativos. Las características de este proceso de construcción de conocimientos: es decir una combinación de saberes empíricos, de habilidades, y de capacidad de manejar recursos muy dispares hace que me cueste hablar de los saberes populares (de eso se trata, de saberes populares), como de un dispositivo formal, pero a la vez es también impropio hablar, como hace la literatura sanitaria y a veces la sociosanitaria, de informal o de profano . Ni es informal, ni es profano, sino todo lo contrario.
La noción de complejo asistencial no es pues sinónima de la de dispositivo. No hace referencia a la yuxtaposición o adición mecánica de recursos y dispositivos disponibles, sino a un conjunto en el que operan representaciones sociales y culturales, transacciones entre grupos,
procesos de mediación social e intelectual, prácticas que traducen la influencia sobre los grupos locales de instancias macrosociales, y a la forma como los actores sociales incorporan las experiencias subjetivas. El complejo asistencial es el ámbito de referencia en el cual se piensa, se representa simbólicamente y despliegan sus decisiones los actores sociales, y como a través del aprendizaje basado en la experiencia elaboran conocimientos con los cuales trataran en el futuro de manejar nuevas crisis. Esta forma de conocimiento positivo es la que resulta difícil de comprender por profesionales e instituciones estructurados en dispositivos asistenciales de los cuales se presume que disponen del monopolio del conocimiento. Es por ello que no se comprende, desde estos dispositivos, que la población responda a su oferta de servicios de la manera que los profesionales que lo han construido lo tengan previsto.
Optar por la noción deasistencia en lugar de la de enfermedad, mal o infortunio, o la más reciente de social suffering fue una elección consciente destinada a poner el énfasis en las prácticas, frente al discurso, entonces frecuente, de las representaciones de la enfermedad y de los sistemas médicos, y a su vez a la existencia de procesos asistenciales no sólamente vinculados a la enfermedad, sino a una mucha mayor gama de problemas sociales. También era una respuesta consciente a la idea que esas nociones, salvo la operativa de enfermedad, si se la encerraba en la conceptualización que de ella hace la biomedicina, tendían a desarrollar objetos de estudio cuyos límites operativos no estaban nada claros. Entendíamos las críticas que se hacían a la palabra asistencia por sus connotaciones de beneficencia y caridad, pero era precisamente la relación en el mismo de prácticas que a su vez remitían a connotaciones morales, éticas o ideológicas permitían abordar esas prácticas sin olvidar el contexto moral, el complejo asistencial en que se situaban.
Nuestra posición no iba dirigida únicamente hacia el uso que el sector salud hacía de la misma. Había una postura fuertemente crítica sobre el uso que las ciencias sociales hacían del concepto de enfermedad y de medicina popular y que entendíamos como una forma de médico-centrismo (ver Martínez y Comelles 1994, Comelles 1996). En la literatura teórica de los setenta, especialmente en la anglosajona, pero también en la antropología filosófica influida por la fenomenología y el pensamiento cristiano de médicos como Laín Entralgo, se manejaba una distinción entre dos planos de la enfermedad, el del nivel biológico de la misma, que autores como Fabrega (1974) o Kleinman (1980) caracterizaban como disease, y un segundo plano, que habría estado abandonado por la biomedicina pero que tanto unos como otros reivindicaban como una necesidad que la medicina lo reincorporase, el de la illness, y que correspondía de manera más o menos precisa a la expresión de los síntomas y del sufrimiento y al problema de su comprensión cultural. El hecho de que Fabrega, Kleinman y Laín fuesen médicos medicalizaba el problema al ofrecer a la Ciencia Social una distinción que emergía del viejo discurso dualista entre el cuerpo y el alma, presente en los debates sobre la teoría y la práctica de la medicina contemporánea.
Es cierto, que también en los setenta, antropólogos de la medicina que no eran médicos, como Mallart (1978) o Zempléni (1983), y en los Estados Unidos Taussig (1980) y Young (1982), desde una postura vinculada al marxismo, introducían una dimensión más global, menos relacionada con la enfermedad (disease), y con su expresión cultural (illness) y mucho más con las dimensiones colectivas, sociales de la enfermedad, empleando las nociones de sistema médico o de sickness. (ver figura).
Los primeros, que procedían del africanismo asumían la indivisibilidad entre la magia, la medicina y la religión. Enlazaban con una larga tradición de estudios antropológicos y sociológicos que ya habían caracterizado a la sociología de fines del s.XIX, y cuyo referente más evidente era la obra de Durkheim. Entendían que la noción de sistema médico era una construcción intelectual. Los segundos, influidos por el marxismo y por Foucault, concebían la enfermedad como una construcción social que puede operar, obviamente sobre un substrato biológico, pero no necesariamente.
Ambas posiciones reflejan la tensión, en este campo entre las posiciones centradas en el individualismo metodológico y las posturas que, dentro de la tradición durkheimiana, rechazan las interpretaciones individualistas o psicologistas de los hechos sociales y enfatizan en las representaciones pero no siempre en las prácticas. Las miradas socio-antropológicas menos comprometidas directamente con la problemática médica han preferido considerar que podía ser útil no restringir la investigación a la noción de enfermedad, puesto que eso significaba una homologación del objeto de estudio entre la antropología y la medicina, sino a ampliarlo a una concepción mucho más amplia representada por la noción de mal, desgracia o infortunio. Lo que la sociedad considera mal, desgracia o infortunio permite una consideración más amplia de las situaciones que implican la ayuda mutua, o la asistibilidad, diluye la posición de la medicina dentro de los dispositivos más amplios de protección social incluso en contextos en los que no puede, ni debe hablarse de una sociedad medicalizada.
Todo esto no tiene nada de nuevo ni de innovador. En la posición de los europeos, de los latinoamericanos y más recientemente de los norteamericanos no hay sino una recuperación de una vieja tradición occidental que condujo a hablar en determinados momentos históricos de policía médica o de medicina social, para hacer referencia al conjunto de prácticas políticas que contribuían a un mejor gobierno de la población. Los médicos y los políticos griegos clásicos y los escritores higienistas desde el renacimiento eran conscientes de que la peste, la guerra, el hambre o la pobreza eran situaciones colectivas que provocaban sufrimiento social y enfermedades. Eran, y son, males. La diferencia entre ellos y nosotros estaba en que el debate sobre sus causas oscilaba entre el fatalismo, el destino, y el determinismo religioso, más tarde en torno al determinismo climático o ambiental, y desde el siglo XIX, a los fundamentos biológicos por un lado y económico-políticos, sociales e ideológicos por el otro. Pero la diferencia fundamental está en que en que religiosos, médicos y políticos entendían el problema de la causalidad de un modo fuertemente funcional: vinculado a la aplicabilidad terapéutica, a la fundamentación de la fe, o al despliegue de la práctica y la acción política, y no únicamente como un discurso puramente teórico-filosófico o una especulación teológica o intelectual.
A este debate se incorpora, más recientemente la idea de una experiencia moral, socialmente construida y que ahora se vincula a procesos históricos y a la economía política (embodiment), y que nos permite situar los complejos asistenciales no sólo como un referente observable por un observador crítico y externo, sino también desde la perspectiva de como este sufrimiento es vivido y percibido por sus sujetos.
El concepto de mal, más que el de sufrimiento social que finalmente debe ser reducido a formas de patología para operativizarlo, es útil porque nos permite incorporar como objetos de estudio, las enfermedades (disease), los trastornos psicopatológicos que no pueden asociarse directamente a una alteración biológica como la depresión, y las consecuencias personales del sufrimiento social derivado del mal social. Así es, por ejemplo, en desgracias colectivas como las inundaciones periódicas de Bangladesh, el hambre relacionada con los períodos de sequía cíclica o derivado de las guerras o de la deportación, o el maltrato sistemático de las mujeres y de la infancia en muchas culturas. Este último ejemplo es particularmente útil. En nuestro país, hasta hace poco, los malos tratos a mujeres o a la infancia no ha sido estigmatizado socialmente ni etiquetado como un delito o como causa de sufrimiento social inductor de patología física y psíquica. A la mujer que se quejaba se le respondía, es que los hombres son así o se le aplicaba el dicho de que la carn i la dona quan giscla es bona ( la carne y la mujer cuando chillan son buenas). Paciencia y resignación como la de Jesucristo en la Pasión: ninguna razón para quejarse, menos todavía para establecer formas de ayuda. La medicina -y el aparato de justicia-, no han asumido la responsabilidad hasta hace unos años, cuando el movimiento feminista y el de derechos humanos han comenzado a reivindicarlo y a crear las condiciones para una consciencia y una responsabilidad colectiva al respecto. A partir de este hecho se ha descrito una patología específica de carácter traumático, y una normativa diagnóstica, pero también una patología psíquica, en términos similares a los que, en nuestra sociedad se ha dado en llamar una "patología del paro". El problema es que en la medida en que esa patología, el maltrato infantil se contempla a partir de casos individuales no se intenta un análisis profundo y denso de su articulación cultural y social, sino únicamente la búsqueda de soluciones individualizadas, una vez que el maltrato ya se ha producido. Vale la pena remarcar que si actualmente ciertos sectores de la sociedad están sensibilizados, hay otros muchos para los que los malos tratos no son vistos todavía como un mal, sino como una práctica culturalmente admitida que no llama la atención.
La representación cultural de la incidencia de la enfermedad y del mal
Una tuberculosis pulmonar no es una metáfora. Tampoco el hambre, la pobreza o los malos tratos a mujeres y a la infancia. La variabilidad cultural de los complejos asistenciales la construimos los científicos sociales sobre observaciones de la percepción y las representaciones de las enfermedades o trastornos más frecuentes en cada colectivo, a los que hay que añadir aquellos episodios de crisis más excepcionales pero que golpean a menudo a los colectivos sociales. Eso significa que los reconstruimos a partir de las experiencias colectivas de la enfermedad y de la desgracia, de los procesos asistenciales a los cuales dan lugar, y que incorporan los conocimientos empíricos y las prácticas, las representaciones culturales sobre la significación de los signos, de los síntomas y de los recursos, y los sentimientos y las emociones vividas en torno a situaciones que son, por su propia naturaleza, dramáticas. Como se construye sobre la repetición de vivencias y experiencias, eso significa que son las experiencias más frecuentes las que tendrán una parte más importante en la configuración de los saberes y las prácticas en los procesos asistenciales. Por todo ello podemos hablar, siguiendo a Menéndez de una "epidemiología popular".
Entre esta última y lo que entendemos por epidemiología en biomedicina hay discrepancias. La epidemiología construye su discurso sobre un sofisticado dispositivo técnico-metodológico basado en la demografía, la estadística sanitaria, el registro de las instituciones, la investigación construida sobre las poblaciones institucionalizadas, o investigaciones de campo cuantitativas como son encuestas de salud. Pero también lo hace sobre la experiencia personal y clínica de los profesionales que deriva de la frecuencia de su contacto con ciertas enfermedades. Las dos experiencias son limitadas: la primera porque las fuentes primarias remiten a las grandes variables demográficas y la experiencia del epidemiólogo, excepto cuando trabaja directamente en el campo, está mediatizada por la distancia respecto a los acontecimientos que le permite su metodología, y por el uso de los grandes números. La experiencia epidemiológica del clínico, en cambio, se construyó tradicionalmente, sobre la acumulación de experiencias particulares sobre un número limitado de casos clínicos: unas docenas de neumonías o de diabetes, algunos casos de leucemia. Frente al rigor metodológico de la epidemiología profesional, el clínico elabora también su experiencia de la epidemiología basada en una mirada cualitativa sobre las enfermedades con las cuales está más a menudo en contacto. Los dos, el clínico y el epidemiológico ven aquellos casos que en su proceso asistencial entran en contacto con el dispositivo sanitario. Ninguno de los dos ven, aquellos casos que no acuden...
¿Qué pasa con todos aquellos procesos que no los atiende ningún médico, ni ningún sanitario, o que no van a parar a ninguna institución, y que por la enorme variabilidad cultural de los procesos asistenciales no pueden ser detectados finamente por las encuestas globales? Estos casos son opacos para el sector sanitario, y en cambio, las evaluaciones que se han realizado de este tipo de procesos tanto por antropólogos como por sanitarios muestran que representan del 70 al 90% de los problemas de salud, también en las sociedades desarrolladas. No hay registro, pero sí hay procesos asistenciales y por tanto experiencias colectivas que hacen que estos trastornos se constituyan en el entorno de prácticas terapéuticas o de ayuda colectiva al margen de los dispositivos profesionales e institucionales. Al margen, es cierto, pero teniendo en cuenta que la presencia y las prácticas de los dispositivos asistenciales enseñan también a vivir y pensar las crisis de manera distinta. La medicalización no es únicamente que haya un médico o un hospital en cada esquina, sino que nosotros, el conjunto de la población tendamos a pensar en la enfermedad como individualizada, de honda raiz biológica y sobre la que apliquemos, tanto si vamos al médico o al hospital como si no, los criterios terapéuticos impuestos por la medicina: es decir el recurso hegemónico al fármaco como solución doméstica a los males. La experiencia de la enfermedad y los procesos asistenciales no se construyen en estas condiciones como una experiencia colectiva, sino como una experiencia individual en la que las responsabilidades colectivas se delegan, ora en los dispositivos, ora en el conocimiento popular de los medios terapéuticos.
La discrepancia entre las dos representaciones de la incidencia de las enfermedades -de la epidemiología percibida-, la popular y la biomédica tiene unas enormes consecuencias sociales y sanitarias pues las priorizaciones a las que dan lugar en el ámbito popular y en el biomédico-político pueden ser absolutamente contradictorias. Explican el fracaso de muchas campañas globales de educación para la salud estructuradas en torno a las líneas maestras de los estudios epidemiológicos generales o de las encuestas de salud o el desconcierto de los profesionales ante las críticas de los ciudadanos a la falta de respuesta de los dispositivos institucionales o profesionales a una serie de demandas que habían estado gestionadas en el seno de la ayuda mutua, y que por una serie de circunstancias son ahora derivadas a los dispositivos de salud.
Desde un punto de vista técnico nos encontramos que, por un lado los microgrupos en una sociedad elaboran constantemente saberes sobre su experiencia alrededor de los trastornos, pero las agencias de servicios sólo la construyen sobre aquellos casos que la población les remite. Así pues, valoramos el papel de la experiencia como fundamental para estructurar los saberes y para construir los conocimientos, se podría dar el caso de existir dos perfiles diferentes, y sólo parcialmente superponibles de procesos percibidos y que responden en toda lógica, por un lado a lo que la población cree que es importante, y por otro a lo que los profesionales creen que es importante .
Esta discrepancia puede sorprender si asumimos que en los países occidentales el proceso de medicalización ha sido un fenómeno característico y fundamental para explicar la configuración actual de la sociedad. Esta discrepancia tiene sin embargo su lógica si entendemos que el proceso de medicalización nunca ha conducido a un absoluto monopolio del sector salud sobre los complejos asistenciales, a pesar de que la interacción entre él y la población da lugar a procesos de mediación complejos. Es necesario entonces entender esta discrepancia como el fruto de procesos bidireccionales de transacción y apropiación mutua.
La condición de asistible y la gestión social del mal
La enfermedad, el sufrimiento y el mal no son metáforas, pero son siempre el objeto de representaciones culturales. En función de la manera como se construyen estas representaciones, todos aquellos que tengan que ver con la historia y la economía política, serán reconocidos como trastornos sólo sufridos por el afectado, y susceptibles de ser incorporados a un colectivo a partir de un proceso asistencial. No es suficiente estar enfermo, padecer o ser pobre para ser asistido o introducido en un proceso de estas características. Es necesario que la sociedad acepte que puede serlo. En la práctica este reconocimiento, en la inmensa mayoría de casos se produce en el seno de la red social del afectado. A menudo él mismo decide atenderse o no en relación a las expectativas de su grupo social de referencia para el caso en que se encuentra, en aquellos casos en que quien lo padece haya sido reconocido socialmente como que padece.
El acto inicial de cualquier proceso asistencial es así un acto de diagnóstico, de interpretación cultural que establece si el individuo que presenta o padece unos síntomas o unos signos es o no asistible. La asistibilidad no es la consecuencia de criterios objetivos, de signos biológicos puesto que muchos signos biológicos no son reconocidos como asistibles. Tampoco lo es de la apreciación subjetiva, de síntomas como el dolor (te aguantas, dicen). La decisión de cuidar, de asistir, depende de criterios globales con los cuales los colectivos interpretan la situación en función de su experiencia específica previa, de su incorporación colectiva de las mismas y de los recursos de que disponen. Es por eso que la responsabilidad diagnóstica puede ser desplazada a personas con experiencia: bien dentro de la propia red social, bien especialistas. El acto de interpretación diagnóstica llega a ser así el punto de partida para evaluar el curso de la crisis y poner en marcha las prácticas destinadas a asegurar la gestión de asistible.
Estas prácticas se componen de tomas de decisiones relativas a que se necesita hacer con los recursos disponibles. Por regla general podemos distinguir dos grandes grupos, unas de protección que suponen ayuda, solidaridad, y cuidar, otras de carácter terapéutico que pretenden alterar el curso. Se trata primero de comprender qué pasa, asumir la protección del afectado, y si es necesario intentar modificar la situación. La hegemonía de unas u otras técnicas tiene que ver sobre todo con las perspectivas sociales y culturales que rodean la enfermedad.
Pueden distinguirse dos tipos de prácticas que hacen referencia a la resolución del problema del paciente: una que se refiere a cuidar, proteger y dar apoyo moral en el trance, otra destinada explícitamente a curar, a intervenir directamente sobre el trastorno, y que da lugar a formas de intervención directas e incisivas. Curar es menos frecuente en términos biológicos. La mayor parte de las enfermedades biológicas, escepto las infecciosas por bacterias o por parásitos, no se curan sinó por la inmunidad del propio sujeto, eventualmente en base a remedios empíricos. Mucho más a menudo, las sociedades, ante trastornos que saben de pronóstico funesto ponen en pie terapéuticas rituales o simbólicas que no van dirigidas a resolver la enfermedad como a aligerar la ansiedad del enfermo y de su red social. En todas juega un papel fundamental la calidad de vida del paciente, y la asistencia que recibe. Cuidar supone siempre aceptar los límites de la acción humana: sea ayudando a esperar la misericordia divina, sea aceptando que es necesario dejar a la naturaleza que haga su trabajo, sea como una conducta necesaria ante la incertidumbre de cualquier terapéutica. Cuidar, la ayuda mutua, tiene que ver pues con el mundo moral asociado a la asistibilidad, y en determinadas circunstancias puede implicar aceptar pasivamente el curso de las cosas. La terapéutica en cambio supone intervención, como es el caso de los remedios empíricos o de la terapéutica biomédica, o a veces esfuerzos de mediación, como es el caso de los rituales terapéuticos de todo orden, es por eso que el intentar curar adopta un carácter diferente al de cuidar: a veces porque es visto como una prerrogativa divina que a veces necesita de un intercesor que establezca una relación con la divinidad, o como una prerrogativa de conocimiento técnico que da lugar a roles especializados que se sitúan a lo largo de un continuum en el que encontramos en un extremo el conocimiento derivado de las experiencias particulares o de la transmisión oral, y en el otro la última y más sofisticada técnica biomédica.
Estas tres dimensiones las podemos encontrar siempre en todos los procesos asistenciales. En ellos se reflejan dimensiones sociales y colectivas de alcance diferente. Unas representan las obligaciones concretas hacia un prójimo,otras se inscriben en los sistemas normativos o en las racionalizaciones de carácter religioso,político o social, otras derivan de las experiencias concretas vividas. Todas ellas se inscriben en mundos morales que reflejan las influencias del contexto. Por todo esto podemos comprender el sentido que tiene, que en algunas sociedades y en algunos contextos haya sanadores fuertemente especializados e instituciones específicas.
Mundos morales: de la filantropía al estado del bienestar
El recurso al especialista, al rol curador fuertemente especializado ha sido excepcional hasta prácticamente el último medio siglo (v. Comelles 1990), la creación de instituciones y el recurso a las mismas lo ha sido todavía más. Tanto si examinamos la situación más habitual en nuestras sociedades como en las sociedades llamadas tradicionales o en las llamadas aborígenes, encontramos que la mayor parte de los problemas de salud o de las desgracias se resuelven "en casa", en el seno de la red social inmediata del asistible y con recursos vinculados a las experiencias previas de los colectivos. Es lo que conocemos como autoayuda, ayuda mutua, autoatención o automedicación y en los que se involucra la reciprocidad como uno de los ejes conceptuales. Las grandes curas al curandero, las grandes promesas que motivan después exvotos o rituales, o el recurso a los dispositivos sanitarios interviene en aquellas situaciones que desbordan la capacidad de los microgrupos. La visibilidad de estas situaciones y el impacto social y afectivo que tienen motiva nuestra sensibilización, y explica el que no nos interesemos por los procesos "menores" que no salen del ámbito doméstico: hay excasísima investigación sobre los procesos asistenciales del resfriado común que afecta a toda la humanidad que vive en zonas templadas, y mucha sobre el SIDA por poner un ejemplo.
Esta visibilidad de los sanadores especializados y de las instituciones es la consecuencia, mucho más que de su eficacia medida en términos biológicos, de su posición social como mediadores en procesos. Esta, al mismo tiempo implica, especialmente en los sanadores intentos monopolísticos sobre los saberes que se traducen en una amplia gama de formas de secreto el objetivo de las cuales es favorecer la ampliación de su campo de intervención y asegurar una mayor presencia e influencia social.
Una cosa parecida puede aplicarse a la aparición de instituciones formales de cuidar o de curar. No son un hecho natural, sino el producto de determinadas circunstancias que implican en algunas sociedades el tener cuidado de determinadas situaciones de crisis que desbordan la capacidad de los colectivos locales, o de circunstancias en que determinados requerimientos técnicos no pueden hecerse ubicuamente. Pero esta es una condición necesaria, no suficiente. En un caso o en otro una institución supone un discurso racionalizador y legitimador de su existencia que siempre va más allá de los microgrupos y tiene que ver con el contexto económico-político, y con la existencia de corrientes ideológicas que apoyen la propuesta institucional como el eje de la propia praxis. Todas ellas condiciones no excesivamente fáciles de improvisar.
La disposición de los agentes sociales que intervienen en los procesos asistenciales es la consecuencia del contexto histórico e ideológico en el cual se desovilla el proceso. Es por eso que la noción de mundos morales es útil para expresar el contexto ideológico en que se sitúa los procesos y los complejos asistenciales. Pero estos mundos morales han de unirse inevitablemente a procesos históricos complejos. En el caso de las sociedades occidentales, pero no en las orientales ni en las aborígenes, los mundos morales han girado en torno a una serie de discursos religiosos o civiles (de civitas) que cristalizan en torno a las nociones de filantropía, caridad, beneficencia y finalmente de protección social o solidaridad. Estas nociones se sitúan históricamente en contextos diferentes y no son mutuamente excluyentes. Representan ejes en los que encontramos por un lado la relación entre obligaciones individuales (filantropía, caridad, y recientemente solidaridad), obligaciones y deberes colectivos (protección social) o que se sitúan en puntos intermedios como fue el caso de la noción de beneficencia siempre a caballo entre lo público y lo privado. Otro eje que preside estas conceptualizaciones tiene como punto de referencia el discurso religioso -en Occidente el judeo-cristianismo-, y el discurso político en la medida en que es legitima precisamente a partir de las prácticas de protección social.
Estos conceptos incorporan una noción común de obligación social, ética o moral hacia el prójimo, y se diferencian por el papel que se atribuye a las obligaciones de carácter religioso o cívico y la responsabilidad personal, colectiva o estatal: la filantropía y la beneficencia parecen más asociadas a una idea de sociedad, la caridad se arraiga en un discurso religioso y tiene que ver con los deberes del individuo, mientras que la noción de bienestar social y de providencia caracterizan un modelo específico de responsabilidad del Estado, que ya estaba prefigurado en la noción de beneficencia.
Este modelo es esencialmente occidental, y está profundamente articulado con el significado que tiene tener cuidado del mal social y de la enfermedad en el contexto de nuestras sociedades en las cuales la legitimación de la práctica política tanto en los casos en que está dominada por el pensamiento religioso, como por el pensamiento civil, puramente político, gira en torno a las respuestas que se dan a las causas del mal social y a la responsabilidad colectiva e individual en su gestión. Una investigación antropológica o histórico-antropológica sobre este hecho implica por tanto no tener en cuenta sólo los fenómenos locales como objeto de estudio, sino también situar estos mundos locales en contextos sociales y políticos concretos y específicos en los cuales la beneficencia, la caridad, la protección social no son simples términos de referencia sino el producto de procesos históricos en los cuales encontramos estrategias corporativas y grupos humanos que pugnan por imponer al conjunto de la población formas de problematización de los males sociales y de la enfermedad que también sirven para situarlos, unas veces como simples intelectuales orgánicos, otras como mediadores entre la economía y la política entendidas a un nivel macrosocial y las prácticas políticas en relación a los colectivos sociales sobre los cuales se despliegan. Discursos y prácticas que en asuntos de mal social y enfermedad no se aplican únicamente a las llamadas clases subalternas, sino también a las hegemónicas. Lo dijo el poeta en relación a la muerte:
Le pauvre en sa cabane, ou le chaume le couvre
Est sujet a ses lois,
Et la garde qui veille aux barrières du Louvre,
Nen défend point nos rois.
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